Los sueños tienen más vida de lo que pensamos. Mi vida tiene más poder del que sueño. Porque no es el poder de mi carne, sino el de Dios en mí que necesita mi carne, mis palabras, mis manos torpes.
Dios se abaja para recuperarme del polvo en el que estoy caído. Pronuncia mi nombre y me deja tocar sus heridas tocando Él suavemente las mías. Y me pregunta: “¿Por qué surgen dudas en tu interior?”.
Ese Dios hecho hombre, muerto y resucitado se me acerca. Ese Dios lleno de vida que me llena de vida. Ante el que yo tiemblo en su presencia.
Pero a veces no la noto y sigo a lo mío. Con miedo, con dudas. Pensando que estoy haciendo yo todas las cosas nuevas. Y es mentira. Porque no me dejo hacer por Dios. Porque todo lo intento hacer yo solo.
Y me hundo en preocupaciones que no solucionan nada. Me agobio con el agua que no logra hundir mi barca. Temo por el mañana que aún no ha nacido. Me asusto con el ayer que ya no es presente.
No sé muy bien cómo hacer para hacer crecer raíces sanas de la tierra profunda, para recorrer el camino de la santidad sin desesperarme con los retrocesos.
Humildad, paciencia, sabiduría. Se adquiere todo con tiempo, como don, no como un derecho. Con la mirada del niño que lo implora todo de su Padre. Con el deseo de ser más hombre y más niño, más puro y más frágil, más humano y más de Dios.
Y poder poner las piedras primeras, las fundamentales. Y dejar que sea Dios el que le dé forma a mi vida sin pretender hacer yo el plano de mi propia existencia. Su obra, no mi obra.
Y reír en mitad de la tormenta. Y no sufrir si pienso que Jesús duerme en mi barca. Me importa su paz. Pero es seguro, no es un fantasma. Carne y hueso. Está en mi barca. No se va de mi barca.
No dejará nunca que me hunda porque mi vida le importa. Y me dirá que tengo que empezar de nuevo a navegar. A mover los remos. Me animará para que vuelva a echar las redes. Por el mismo lado. O por el lado que Él diga. Aunque otras veces no haya pescado nada.
Le miraré en medio de la noche y confiaré en sus palabras. En sus palabras podemos construir porque no pasan. Porque son sólidas. Porque me crean de nuevo.
Creo que puedo volver a nacer si dejo que actúe en mí su gracia, su Espíritu. Si me creo de verdad que yo sólo soy un instrumento y no el artífice eficaz de grandes milagros.
Si no desespero cuando nada sale como sueño. Si no me angustio al ver el mal, y el dolor, y la tristeza en tantos rostros y lo lejos que estoy de la meta soñada. Si confío en esas manos que me animan a seguir caminando, luchando, entregando. Sin guardarme nada.
Si me dejo partir una vez más entre los hombres. Como hizo Jesús tantas veces. Partirme herido. Partirme pobre.
Pero si sigo calculando, buscando mi beneficio, juzgando mi conveniencia, no funcionará mi vida. Porque estaré mirándome de nuevo a mí mismo, estaré buscando mi propio bienestar. No estaré dando la vida.
Necesito vivir con la generosidad de Jesús. Jesús da más de lo que le piden. Da sin que le pidan. Lo da todo. Todo su tiempo. Toda su vida. No se reserva nada. No se guarda nada para Él. Hasta la última gota de su sangre. Hasta el último instante nos da su voz.
Vive para otros, por otros, en otros. Es todo para todos. Jesús es generoso cuando le piden que cure el cuerpo y perdona los pecados. Jesús es generoso cuando está rezando y lo vienen a buscar. Lo sacan de su momento de intimidad con el Padre, y se deja llevar donde no pensaba ir.
Es generoso en la última cena, cuando sabiendo que va a morir, se preocupa por encima de todo de los suyos. Pide por los suyos, les lava los pies. Su último tiempo es para ellos
.
Es generoso cuando desde la cruz pide al Padre que los perdone porque no saben lo que hacen.
Todo lo que tiene lo comparte con los suyos. No tiene nada suyo. Su corazón generoso no tiene medida, no escatima. Se rompe, está lleno de heridas. Da cuando parece que le fallan las fuerzas humanas, siempre da más.
Todo su camino fue para el hombre. Yo me guardo, yo me protejo, yo me amurallo y me reservo momentos y personas. Me reservo para mí mismo. Él lo da todo. Nos da a su Madre. Se da Él mismo. Eso es lo que más me impresiona.
¿Qué espero de la vida? ¿Qué le pido a Dios entre lágrimas? Que no me deje solo. Porque tengo miedo. Quiero que no abandone mi barca. Que camine conmigo. Que se detenga a mi lado, ante mis pies cansados.
Que sepa tener paciencia con mis torpezas. Quiero tocar sus heridas. Quiero comer con Él cada día.
Le pido que no me escandalice yo de mi propio pecado, de mi carne. Que no me sorprenda de ser tan humano y débil. Que no me asombre al verme tan niño, tan hombre, tan frágil e inmaduro.
Que sepa besar mi herida sin turbarme. Que sepa levantarme en mitad de la noche y alzar la mirada a las estrellas. Buscando su ayuda. Su luz y esperanza.
Sabiendo que sólo el que no se levanta es el que no avanza. Que sólo el que sigue llorando en la derrota es el que no quiere seguir luchando. El que no cae nunca no es el que llega más lejos. Aunque tal vez ese hombre no exista.
Le pido de nuevo que me diga lo que estoy haciendo mal, lo que no va a funcionar nunca si no cambio.
El otro día leía:
“Debemos preguntarnos constantemente por los últimos motivos de nuestro obrar y si en esos quehaceres nos ponemos en el centro a nosotros o ponemos a Dios.
Debemos someternos a la prueba de saber si nos quedamos atados a las cosas externas, a nuestro éxito, a nuestra ocupación u oficio, a nuestras posesiones, a las formas de nuestra piedad o a nuestra vocación de buenos cristianos.
Debemos conocer cuáles son nuestros ídolos. Y en cuanto los conozcamos debemos intentar librarnos de ellos. Tenemos que desatarnos de todo lo que nos sujeta para entregarnos exclusivamente a la voluntad de Dios”[1].
Le pido que me haga ver con claridad mis errores. Para no repetirlos continuamente. Para levantarme después de la caída. Le pido más humildad y menos orgullo.
Más docilidad a sus deseos. Más flexibilidad para los cambios. Más sabiduría para aprender a decir que no y que sí cuando sea necesario. Más inteligencia para descifrar los signos del camino cuando no sé bien hacia dónde caminar.
Más confianza para saber esperar a que actúe Dios en mi vida con ese amor suyo misericordioso. Para que no pretenda hacerlo yo todo solo, diciendo que confío en Él pero sin confiar. Solucionando yo antes las cosas, por si acaso Él no lo hace nunca.
Me falta ese espíritu filial que se abandona y confía. La capacidad para trabajar una piedra sin querer ver el resultado final de la obra. Caminar aunque no tenga claro hacia dónde camino y dónde está la meta.
En la oscuridad del túnel, o de un amanecer cubierto de nubes. Con la paz que me da saber que Él recorre mi camino. Comprender que no siempre tendré que hacer y hacer. Que lo importante es dejarme hacer. A veces no hacer nada. Muchas veces callar y no decir palabra alguna. A veces ni siquiera pensar.
Mirar, eso sí, siempre mirarle a Él que me mira. Sostener su mirada y esperar su abrazo. Y saber que a su lado es todo más sencillo. En su gracia y en su paz. Compartiendo el camino de la vida.
Un camino que pasa por la humildad, la paciencia y la sabiduría