Responde Roberto Gulino, profesor de liturgia
Por desgracia no es sólo una impresión de nuestro amigo lector. A menudo se asiste, durante las liturgias eucarísticas, a una variedad de comportamientos que indican la poca conciencia de lo que hacemos más que la celebración de una acción sacramental comunitaria.
Hay quien durante el canto se calla (aunque conozca el texto y la melodía).
Quien prefiere recitar el Gloria, el Credo o el Padrenuestro susurrando –“para rezar mejor, interiormente…”, eso dicen–.
O quien decide personalmente qué postura seguir y cuál evitar (“sabe, padre, yo después de la comunión ya no me levanto hasta que salgo de la Iglesia, me quedo sentada, creo que es mejor estar en intimidad con Jesús …”).
Oración del cuerpo místico de Cristo
Haciendo así, sin embargo, olvidamos -o muchas veces ni sabemos– que la naturaleza profunda y más íntima de la liturgia es precisamente ser oración de la Iglesia, es decir, del cuerpo místico de Cristo que en el Espíritu Santo está siempre vuelto al Padre.
Esta esencia “eclesial” de la liturgia nos pide que participemos en la celebración con una atención comunitaria, rezando juntos con las mismas palabras y con los mismos gestos, insertándonos completamente en la oración de toda la comunidad que, con un solo corazón y una sola alma, celebra a su Señor.
Por eso, en una celebración litúrgica como la Misa, o en las demás acciones sacramentales – bautismo, confirmación, matrimonio, exequias… – “la actitud común del cuerpo, que deben observar todos los participantes, es signo de la unidad de los miembros de la comunidad cristiana reunidos para la sagrada liturgia: manifiesta de hecho y favorece la intención y los sentimientos del alma de quienes participan” (Instrucción General del Misal Romano, n° 42).
Es necesario por tanto rezar juntos y realizar comunitariamente los mismos gestos como signo de comunión y para vivir la dimensión eclesial de la oración litúrgica (diversa de la oración personal).
Por qué arrodillarse en la consagración
Lo dicho hasta ahora vale también, y sobre todo, para la postura de rodillas. La Iglesia nos pide, a través de las indicaciones contenidas en la IGMR n° 43, arrodillarnos en el momento de la consagración.
Estamos en el corazón de la plegaria eucarística. El pan y el vino se convierten –a través de la invocación del Espíritu Santo y las palabras de la institución– en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús.
En este momento también nuestro cuerpo es invitado a expresar en la oración toda la adoración, el respeto y la reverencia por la grandeza del amor de Dios que se renueva en el don total de Cristo en la cruz y en su hacerse alimento por nosotros en su Cuerpo y su Sangre.
Y frente a tanta grandeza, de rodillas, queremos expresar también nuestra pequeñez, nuestra humildad, nuestra necesidad de acoger Su Don para nuestra salvación.
Excepciones
Claramente no siempre es posible que todos se pongan de rodillas. Baste pensar en motivos ligados a la edad, a problemas de salud o a circunstancias ligadas al lugar de la celebración (demasiado pequeño o demasiado lleno de gente).
[El autor tampoco entra a valorar aquí casos en los que se han concedido excepciones singulares, como el Camino Neocatecumenal u otros, n.d.e.].
Gestos con sentido
En este caso, se dice siempre en la IGMR en el n° 43: quienes no pueden arrodillarse “hagan una profunda inclinación mientras el sacerdote hace la genuflexión después de la consagración”.
Es importante comprender bien que los gestos y las actitudes de nuestro cuerpo en la plegaria litúrgica “deben tender a hacer que toda la celebración resplandezca por su decoro y noble sencillez, que se capte el verdadero y pleno significado de sus diversas partes y se favorezca la participación de todos” (IGMR n° 42).
Por tanto, como siempre en el ámbito litúrgico, más que una observancia ciega y absoluta de las normas, se debe intentar comprender, y sobre todo vivir, el sentido de estas indicaciones para celebrar una liturgia autentica y real, capaz de implicar el corazón de las personas que la celebran.
Un ejemplo
Por poner un pequeño ejemplo concreto: si me encontrase en una Capilla de hospital, quizás pequeña y con muchos ancianos o enfermos, ¿qué sentido tendría que yo, fiel observante de las normas, me arrodillara yo solo durante la consagración – y encima pensando que soy el único que lo hace bien?
¿No sería un contrasentido con la naturaleza de toda la celebración eucarística que es, precisamente, oración comunitaria de toda la Iglesia (y sobre todo de la reunida allí, en ese momento)?
Seguramente, en esa situación, la manera mejor de expresar nuestra oración como comunidad cristiana (y por tanto del único cuerpo místico de Cristo) sería el de permanecer todos en pie – ¡o todos sentados, si estuvieran en silla de ruedas!
Y si estas cosas nos las decimos –o recordamos– un poco todos (empezando por los sacerdotes, pero también todos los que han tenido el valor de leer hasta aquí), con esa caridad fraterna que debería distinguir la naturaleza de los cristianos, nadie debería nunca sentirse ofendido, sino más bien ayudado a vivir mejor el aspecto comunitario de la liturgia.
Artículo publicado originalmente en italiano por Toscana Oggi