Todos los cambios son posibles cuando creemosMe gustaría saber asumir las dificultades como una oportunidad para aprender. Siempre es posible avanzar, mejorar, crecer.
En el Evangelio que se lee en las iglesias católicas este domingo, el dueño de la viña no sabe qué hacer con ella porque no da fruto y se desespera: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo, encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?”.
A veces nos desesperamos cuando no obtenemos el fruto esperado, cuando no avanzamos tanto como queríamos, cuando volvemos a caer después de habernos levantado muchas veces antes.
Nos cuesta confesar una y otra vez los mismos pecados. Como si la confesión acabara cuando ya no tuviéramos nada que confesar.
Siempre pecaremos de lo mismo. Nuestro pecado principal se repetirá tantas veces. Mejoraremos, creceremos, pero siempre desde nuestra herida, desde nuestra debilidad.
Pero a veces, cuando veo al que soy, me molesta mi debilidad, esa fragilidad que me hace tan necesitado.
Decía el padre José Kentenich respecto a nuestras debilidades: “¿Cómo tenemos que comportarnos? No asombrarnos de que nos pase esto. No confundirnos. No desanimarnos. No acostumbrarnos ni quedarnos sin luchar en el estado en el que nos encontramos”.
No queremos asombrarnos ante nuestra pobreza. Somos débiles. No queremos desanimarnos al ver que no avanzamos. Tenemos que seguir mirando las altas cumbres. No queremos dejar de luchar y conformarnos con lo que somos.
Sabemos que nuestro sí ha de repetirse cada mañana. Por eso no nos da igual que la viña no dé su fruto. Estamos dispuestos a luchar por la viña, a dejarnos hacer por Dios para que la tierra sea fecunda: “Pero el viñador contestó: – Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas”.
Jesús me mira con misericordia, mira mi viña. Quiero cambiar la mirada sobre mi vida y ser capaz de ver más allá de esos momentos de oscuridad cuando experimento la cruz y la pobreza. No quiero desfallecer.
Quiero ver las crisis del camino como una oportunidad para generar un cambio en mi vida, una oportunidad para aprender y crecer.
Los momentos no son eternos en la tierra. Sé que el futuro dependerá de la manera como reaccione ante cada momento, en cada paso del camino.
Cuando me enfrente a una adversidad me gustaría preguntarme: “¿Qué puedo aprender con todo esto que me está pasando? ¿Qué tengo que hacer ahora? Me levantaré y comenzaré de nuevo a caminar y a luchar”.
Es esa la verdadera santidad. ¿Qué me pide a Dios en este momento de mi vida? Le miro a los ojos. Le pido que me dé su luz para ver por dónde tengo que empezar a trabajar mi corazón.
Nada es completamente positivo ni completamente negativo en la vida. No hay blancos absolutos ni negros totales. Hay matices. Hay grises y claroscuros.
Quiero descubrir siempre los aspectos positivos y disfrutar de los retos que la vida me ofrece. Quiero ser optimista realista, optimista anclado en Dios. Quiero confiar siempre en que es Dios el que me hace de nuevo cada mañana.
Todos los cambios son posibles cuando creemos. Hoy las lecturas nos hablan de la fe en ese amor de Dios.
Moisés confía y cree: “Moisés se fijó, la zarza ardía sin consumirse: – Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver como es que no se quema la zarza. Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: – Moisés, Moisés. Respondió él: – Aquí estoy. Dijo Dios: – No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado”.
Moisés escucha a Dios y se descalza. Me gusta la imagen de Moisés descalzo. Se despoja de su calzado porque la tierra que pisa es de Dios. Y confía. Sólo así es posible ponerse en camino.
Uno sólo puede dar lo que recibe. Uno sólo puede ser misionero cuando tiene el alma llena de Dios. Cuando ha bebido en el pozo santo de Jesús. Cuando ha descansado en el jardín concluso donde habita Dios. Allí, en el fondo del alma. Allí, de rodillas, acariciando lo sagrado.
Quiero ser santo. Quiero que Dios santo convierta en puro lo impuro y haga trasparente mi barro.
Rezaba una persona: “Yo a veces me siento justo, sano, santo. Me siento en paz contigo y con los hombres y es mentira. No soy justo. Soy igual de pecador que todos. No puedo dejar de pecar. No me consuela ni justifica pensar que muchos pecan, que yo peco. Pero sé cuál ha de ser mi actitud. Perdona, Jesús, por creerme a veces santo y puro. Como si yo estuviera por encima del bien y del mal. No es así. Soy igual de pecador. Soy igual de necesitado de misericordia. Nadie me debe nada. No me debes nada. Perdona si a veces me comporto como si tuviera derechos. No los tengo. Perdóname”.
No quiero sentirme mejor que otros. No quiero sentirme más santo que nadie. Soy igual que todos, un pecador. Como Moisés arrodillado ante esa tierra sagrada. Somos todos pecadores.
Me impresiona la pregunta de Jesús: “¿Pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?”.
A veces puedo pensar que otros pecados son más grandes. Que hay hombres más pecadores, más corruptos. Me confundo. Todos caminamos heridos por la vida. Heridos por el pecado, por el egoísmo, por la soberbia.
Todos pecamos pero llevamos dibujada en el alma una esperanza: confiamos en el abrazo de Dios al final del camino. Pero necesitamos cambiar la mirada. Necesitamos esa conversión de la que tanto hablamos.
Nos dice Jesús: “Si no os convertís”. Si no nos convertimos seguiremos siendo pobres de alma. Pobres porque no dejamos que Dios nos enriquezca con su presencia.
¡Cuánto bien me hace arrodillarme y tocar la tierra sagrada! ¿Dónde está esa tierra sagrada en la que habita Dios? ¿Dónde esa presencia que cambia mi ánimo y me llena de paz?
Necesito buscar más a Dios. Es verdad que está en todas partes. Pero necesito frecuentar esos lugares sagrados en los que habita de forma especial.
Jesús está en muchas personas que me hablan de Dios. En muchos lugares en donde la oración impregna las paredes de su presencia, se abre un canal. Se oye una voz.
Decía el Padre Kentenich: “Quizás no haya habido en la historia una época que, como la nuestra, haya estado tan conmocionada por el instinto de lo infinito que haya buscado satisfacerlo tan fuerte y unilateralmente en el mundo material, y acabado por eso en tan gran insatisfacción, agitación e infelicidad”[1].
Hay un anhelo de infinito grabado en el alma del hombre de hoy. Una sed que no se satisface de ninguna manera. Un ansia que no decrece con el paso de los días.
La misionera Victoria Braquehais decía que en África la gente tiene sed y bebe. Aquí tiene el pozo delante y no se acerca. Y el hombre busca en su mundo, en su pequeño mundo, cómo llenar su alma. Y se queda vacío en ese intento inútil.
Y yo mismo me veo girando en torno al mundo, en torno a tantas necesidades que me he creado. Y me aturde mi pecado egoísta que me vuelve hacia mi vida pobre. Que me centra en mis deseos egocéntricos.
No quiero llevar una vida insatisfecha. Quiero descansar en Dios. Quiero tender mi alma en las manos abiertas de mi Padre. Me gustaría exclamar: “¡Qué hermoso es ser un hombre enteramente penetrado de Dios en una época que nada quiere saber de Él!”[2].
Me gustaría confiar más. Me gustan esas palabras de Jesús al final del Evangelio de hoy: “Déjala todavía este año”. Un año más. Me conmueve tanta compasión. Un tiempo más. Siempre hay esperanza.
Jesús vuelve a salir en mi defensa. Un año más para convertirme hacia Dios. Para amar como Dios me ama. Para dar sin esperar nada. Para realizar la misión que Dios me confía. La de amar sin límites, confiar sin límites, esperar sin límites.
[1] J. Kentenich, Hacia la cima
[2] J. Kentenich, Hacia la cima