Quiero sentirme profundamente amado en todo lo que vivo y sufro
Hoy Jesús volvió junto al lago a encontrarse con los suyos. En total son siete los discípulos que estaban en el lago aquel día: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos”.
Vuelve al lago a revivir la historia compartida con ellos. Vuelve a ese lago en el que se habían conocido. Allí los había llamado. Allí habían vivido juntos. Habían soñado. Vuelve a Galilea, a su tierra, donde ellos habían regresado.
Volver al lugar donde fui amado me abre el corazón y me hace volver a ser niño. Volver al lugar donde me encontré con mi vocación por primera vez, mi primer amor. Donde intuí por dónde iba mi camino. Donde ardió mi corazón. Uno siempre vuelve a los lugares donde ha amado y ha sido amado.
El encuentro de hoy con los discípulos ya no es en Jerusalén, donde tenían miedo. Ahora no están escondidos. Vuelven a pescar. Jesús vuelve a la orilla, como la primera vez que los llamó.
Hay dos discípulos cuyo nombre no aparece en la referencia que hace el Evangelio. Cuando lo leí me quedé pensando en ese dato. ¿Por qué no puso todos los nombres el evangelista? Era un encuentro importante. ¿No recordaba sus nombres? ¿No importaban? ¿Por qué no constan sus nombres?
Son dos discípulos anónimos, escondidos, ocultos. No sabemos quiénes eran. Me sorprende que no aparezcan. Pero al pensar en ello me alegra esta ausencia de nombres. Pienso que yo puedo entonces ser uno de esos discípulos sin nombre.
Hay un hueco para mí esa mañana junto al lago. Junto a mi lago. Junto a Jesús. En mi pesca. En mi orilla. Junto a las brasas. Me gusta ser uno de esos discípulos tan amados de Jesús. Saberme amado por Él, buscado por Él. A Él le importan mi vida, mi pesca, mi barca.
Quiero sentirme profundamente amado en todo lo que vivo y sufro. En el fuego de ese primer amor a Jesús. ¿Dónde vuelve Jesús conmigo? ¿A qué lugar regresa? ¿Dónde fui yo el más amado? ¿Dónde está mi lago?
Me puedo imaginar perfectamente la añoranza que sentían en Galilea los discípulos. Era volver a un lugar donde habían vivido tantas cosas con Jesús.
Cuando alguien muere, cuando perdemos a alguien, duele mucho volver al lugar donde siempre compartimos. En parte es donde sentimos más su presencia. Y también más su ausencia. Es el hogar. Todo se llena de él y notamos el vacío. Ya no está en su sillón, en su cama.
En parte necesitamos ir y recordar. Allí nos sentimos más seguros. Y es al mismo tiempo donde más lo echamos de menos. La misma vida pero sin Él.
Para los discípulos parecería imposible imaginarse ahora su vida sin Él. Duele más su ausencia junto al lago, en esa barca desde la que calmó la tempestad, desde la que predicó a tantos. En esas aguas que acariciaron sus pies. En esa orilla en la cual tantas veces oraría. En ese paisaje donde siempre estuvieron juntos.
Todo era muy familiar. Todo les hablaba de Jesús, de su ausencia. Recordarían. Y se preguntarían cómo seguir sin Él. Es imposible volver a lo mismo que antes. Jesús los había cambiado por dentro. Había cambiado su corazón y les había abierto el horizonte.
Hoy todo comienza con un deseo del alma: “Me voy a pescar”. Pedro quería hacer lo que sabía hacer. No le importaba hacerlo solo. Tal vez le gustaba. Como a mí que muchas veces me gusta hacer las cosas que sé hacer solo, sin nadie más.
Pero luego se le unen todos: “Vamos también nosotros contigo”. Se acompañan. Se protegen, se cuidan. No saben bien qué hacer con sus vidas después de la ausencia de Jesús. Sin su mirada, no lo saben. No saben nada sin sus ojos. Sin sus certezas.
Sólo saben hacer lo de siempre. Lo de tantas veces. Habían pescado muchas noches antes de Jesús. Vuelven a pescar ahora. Es lo que hacen bien. Vuelven a su rutina. Tal vez en ese deseo ingenuo de ser otra vez lo que siempre fueron descansa el deseo de saber lo que Dios quería de ellos.
La letra de una canción me habla de lo que había en el corazón de Pedro esa noche: “Quizás me había olvidado de tu amor. O tal vez no quería recordar. Era tanta la ausencia y el dolor por no ser fiel. Que ya sólo quería navegar. Era lo que siempre supe hacer. Echar largas redes y esperar”.
Yo hubiera hecho lo mismo. Volver a lo que sé hacer. Muchas veces lo hago. En mi rutina. En lo que me gusta. No había nada malo en ello. Ellos hacen lo que les da alegría. Y en la rutina esperan saber lo que tienen que hacer.
Pedro no se había olvidado realmente de su amor. Seguía amando. Pero no sabía qué rumbo tomar. Y mientras tanto esperaba.
Y es allí donde aparece Jesús. Ellos no han pescado nada y vuelven tristes. Toda la noche bregando para nada. Vuelven vacíos. Es lo que saben hacer, pero tampoco tienen fruto.
Me conmueve que estén juntos en la soledad y en el desconcierto. En el fracaso, cuando Jesús ya no está con ellos. Juntos como cuando vivían los éxitos de antes de la muerte de Jesús. Cuando pensaban en el lugar que deseaban en el reino de Dios. Cuando la vida les sonreía y los milagros eran su alimento diario. Cuando las palabras de Jesús tenían vida eterna. Y su misericordia tocaba tantos corazones.
Ahora estaban solos y se apoyan entre ellos, se sostienen, aunque no pesquen nada. Al deseo de Pedro se unieron todos esa noche. Comparten la vida y una pesca fracasada.
Y cuando regresan cansados y con hambre en la orilla un hombre les pregunta: “Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: – No”. Alguien al que no reconocen al principio. Alguien que se interesa por ellos.
Ellos contestan con sencillez. No, no han pescado nada. Es lo que saben hacer y lo hacen mal.
En ocasiones en la vida nos sale mal hasta lo que sabemos hacer bien. Y podemos perder la esperanza y desconfiar. Dejamos de creer en lo que Dios puede lograr con nuestra vida. Ni siquiera saben pescar.
Están solos, sin Jesús, ya no hacen milagros, ya no liberan los corazones atormentados. ¡Cómo no desanimarse si ni siquiera pescan esa noche! Surge la desesperanza.
Hoy les pide Jesús que echen las redes a la derecha: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Y sucede. Ellos se fían de alguien en quien no ven necesariamente a Jesús.
A mí me pasa muchas veces. Cuando me desanimo, cuando no veo una puerta abierta en medio de mis problemas, desconfío. Y a veces, cuando me dicen que haga algo nuevo, no siempre hago caso.
Tal vez quieren que cambie la manera de hacer las cosas, mis hábitos, mis deseos, mis aficiones. Quieren que las haga de otra manera. Alguien en la orilla en quien no siempre veo a Dios. Y no siempre hago caso. Voy a lo mío.
Pero cuando obedezco, y hago lo que me dicen, resulta que hay peces. Me impresiona esa fecundidad que yo no controlo.
Si tengo fe hay peces en abundancia donde antes sólo había un vacío inmenso. Y yo no hago caso a menudo del hombre en la orilla. No escucho sus voces. ¡Es tan difícil descifrar la voluntad de Dios!
Sobre todo cuando me centro en mi yo y me olvido de Dios. Cuando me quedo en la muerte y no vivo la resurrección. Cuando calculo mis fuerzas y capacidades sin darle importancia a la fuerza de Dios en mí.
Y al ver la cantidad de peces en las redes, resulta que sólo pienso en los peces como si estuvieran ahí gracias a mi esfuerzo. Como si todo fuera gracias a mis habilidades, a mi destreza. A veces es así. Menos mal que de repente alguien cerca de mí grita al alba: “Es el Señor”.
Y entonces yo me vuelvo y salto hacia Él. Creo. Igual que Pedro. Me parece impresionante ese acto casi reflejo de Pedro. Cree y corre. Todo va unido. Yo también quiero creer y correr hacia Jesús cuando escuche que es Él el que me llama, el que me invita a echar de nuevo las redes, aunque yo esté cansado y desanimado.
Me invita a creer contra toda esperanza. Me invita a soñar con los imposibles. Sé que soy limitado. Conozco mi pecado y mi pobreza. Pero como dice el Papa Francisco: “No debemos temer nuestras miserias. Cada uno tiene las suyas. El amor del Crucificado no conoce obstáculos y borra nuestras miserias”.
Jesús se aparece en mi orilla y me hace confiar en mí mismo. En mi sí tímido y pobre. En mi entrega escasa. Me empuja para que vuelva a intentarlo. Es un desafío. Pero me da su fuerza.
Como una persona rezaba: “Y cuando sola, preocupada o rota mi alma te grita: – Padre, ¿dónde estás? Tu cálida voz susurra en mi oído: – Hija, estoy aquí, a tu lado. Mientras tu mano grande y fuerte acaricia suavemente mi pelo. Yo me apoyo en tu mano y me dejo caer”.
En medio de mi desánimo Jesús me empuja, me abraza, me sostiene. Su voz me lleva donde no pensaba volver. Me hace volver a creer en aquello en lo que ya no creía.
Hoy Jesús está con los suyos en torno a un fuego y ya sólo eso vale la pena. Bastan unas brasas, unos peces y un poco de pan partido: “Vamos, almorzad. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado”. Hay silencio en esa hoguera, en esos peces asados. Silencio y emoción al estar con Él. Sentados frente al fuego, comiendo algo. Perdiendo el tiempo.