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La paradójica felicidad de la vida perfecta

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Miguel Pastorino - publicado el 19/01/19
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¿Sabrías enseñar a alguien a ser feliz? En nuestros días la tendencia general es identificar felicidad con cosas que supuestamente nos dan bienestar, pasarlo bien en forma ininterrumpida, un placer continuo sin ninguna dirección y sin pausa.

Paradójicamente la pasión por tenerlo todo y vivir con la mayor seguridad y bienestar imaginable, es la raíz de mucha ansiedad y de situaciones que lamentamos, porque la vida está llena de frustraciones, sufrimientos y adversidades que en la mayoría de los casos escapan a nuestro control y no se pueden esquivar. 

Otros, a lo sumo viven con la esperanza de que algún día podrán ser felices, cuando alcancen objetivos que son posibles. Y es que en las sociedades desarrolladas y opulentas donde las familias se desestructuran con mayor facilidad, hay más suicidios y depresión, las aspiraciones humanas son más materiales y superficiales.


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En una sociedad donde la vida se puede llenar de muchas maneras, las posibilidades de sentirse insatisfecho aumentan considerablemente. Todos los mensajes publicitarios remarcan: “Porque tú lo vales”, “Porque si quieres, puedes”, como si fuera un derecho y algo que solo depende de la voluntad de querer acceder a la satisfacción de necesidades creadas artificialmente. 

A su vez hoy asistimos a un exhibicionismo de una felicidad artificial. Hay que mostrar por todas partes que se es muy feliz y que se lo pasa muy bien. Las imágenes retocadas de las redes sociales, la selección de momentos “paradisíacos” para mostrar a todos lo bien que se vive, es lo que el filósofo francés G. Lipovetsky ha denominado: “Superexhibición de la felicidad”, donde consumismos el espectáculo de la vida “feliz” de los otros, especialmente de los “famosos” o de nuestros “contactos”. “Hacer alarde de satisfacción ha adquirido derecho de ciudadanía: las vacaciones fueron “geniales”, nuestros hijos “son los más lindos”, nuestro trabajo es “apasionante”, y la vida que llevamos es “fantástica, increíble”. 

Hemos pasado de buscar prudentemente la “felicidad” a proclamarla a los cuatro vientos en las redes sociales y reducida a pura “imagen”, pura fachada. La publicidad la ha vuelto un producto de mercado y las empresas la utilizan como una herramienta funcional para obtener mayor productividad. Asistimos a una presión social por ser feliz, o por aparentarlo, que antes no existía. Esto claramente no hace que seamos más felices, más bien crea mayores dramas existenciales. 

Ni el éxito, ni la riqueza, ni el prestigio

Aristóteles escribió con claridad que la mayoría de los hombres se equivoca cuando sitúa la felicidad en el éxito personal, la riqueza o el honor. Se equivocan porque todos estos objetivos son efímeros, demasiado materiales y nos obligan a vivir pendientes de ellos, con el constante temor a perderlos. La ética de Aristóteles se propone explicar que sólo intentando vivir moralmente y como es debido se puede ser feliz. El sentido original de la palabra que traducimos por felicidad se refería en los antiguos filósofos griegos a una “vida humana completa”, una vida plena, donde lo importante no era el “tener”, sino el “ser”. 

Los bienes inmateriales eran -para los clásicos- los que nutrían el espíritu y la vida buena, pero hoy no parecen ser una oferta atractiva, porque no se pueden comprar ni vender. Sin embargo, son los valores que las personas prefieren, especialmente los más jóvenes: la amistad, el amor en las relaciones familiares, la confianza, la fidelidad, etc. 

John Stuart Mill escribió al respecto que: “Pocas criaturas humanas consentirían pasar al estado de uno de los animales más inferiores con la promesa de conseguir el placer de las bestias… Un ser que tiene facultades superiores necesita algo más para ser feliz”. 

Cuando todo se me ofrece, nada me interesa. 

La filósofa española Victoria Camps escribe sobre la contradicción de los educadores de hoy en torno a la felicidad: “La contradicción no puede ser mayor. Los mismos padres que tanto cuidado tienen de que sus hijos no sean unos frustrados y que les dan todo lo que les piden consintiéndolos y sobreprotegiéndolos parecen no darse cuenta de que la insatisfacción de todos sus deseos y la creación de una expectativa tras otras, a la larga sólo causará más frustraciones, muchas más de las que derivan de un capricho momentáneo insatisfecho… Lo que los menores esperan de los adultos, aunque no sepan formularlo así, es que les enseñen a ser felices… en lugar de consentirles todos los caprichos estúpidos que se les ofrecen”. Y es que cuando los estímulos y ofertas son ilimitadas y todas posibles, todo termina siendo insustancial e irrelevante, todo termina aburriendo. A propósito del aburrimiento Schopenhauer escribió: “Cuando deseo lo que no tengo, padezco; cuando el deseo es satisfecho, me aburro”. Según esta ecuación, no hay forma de ser feliz. 

El neurólogo y psiquiatra judío, Víctor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración nazis, enseña que la felicidad es la consecuencia de una vida con sentido, de una plenitud interior que no se ve aplastada por los factores externos, por más duros que sean.  Y el sentido lo da un amor grande, valores altos por los que vivir y una vida espiritual abierta a la trascendencia (Dios).

Si como enseña Frankl, la felicidad de las personas tiene más que ver con la voluntad de dar un sentido a la vida, una finalidad, una dirección, más que con pasarlo bien y tener todo lo que se desea, ¿no significa que los padres y educadores deberíamos preocuparnos por enseñarles a nuestros hijos a vivir con un propósito que brinde sentido a sus vidas, en lugar de obsesionarnos con que estén “siempre contentos”?

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