Ese niño quedó necesitado de amor, acogida, compañía, admiración, etc. Hasta que no recuperemos y saciemos esas necesidades se seguirá expresando de la única forma que sabe
¿Te descubres con frecuencia reaccionando como un niño? ¿Pierdes el control cuando vives situaciones de dolor? ¿No sabes por qué tienes ganas de huir ante ciertas personas?
Es probable que estés teniendo regresiones infantiles como consecuencia de una herida en tu niñez. Quizás no pudiste expresar tu rabia por no hacer daño a otros, explicar tus miedos por falta de atención y escucha, mostrar tu tristeza por miedo a que se rieran de ti… Aquellas situaciones de dolor que, en su día, no pudiste gestionar, están saliendo, ahora, en forma de comportamientos dañinos e incontrolables.
Nuestros padres y familiares seguramente no querían herirnos, ni hacernos daño. Nadie en su sano juicio lo desea. Pero sus propias heridas emocionales, las adicciones, los condicionamientos culturales (en otras épocas se entendía que una buena educación tenía que reprimir los sentimientos) o las circunstancias de la vida (muertes tempranas, separaciones, etc) pueden haber dejado huellas traumáticas que, si no se trabajan adecuadamente, se arrastran toda la vida.
¿En qué afectan las heridas no resueltas de la infancia?
Miedo a lo nuevo. “Yo eso no lo hago”. Si los padres impidieron al niño -por miedo, control, autoritarismo- experimentar y explorar la realidad, le redujeron la capacidad de arriesgar, creer en sí mismo, su autoconfianza y seguridad. Por tanto, el adulto, se enfrentará con dificultad a los cambios y retos que se le presenten.
Desconfianza y ansiedad. “Mejor estar solo, el mundo está contra mí” Los niños por naturaleza son confiados. Cuando se les humilla, rechaza, o se les hace daño, se potencia en el adulto conductas de huida, introversión, ansiedad e incluso pesimismo.
Apegos insanos. “Hago lo que sea con tal de que te quedes”. Si las necesidades afectivas del niño no se cubren de manera sana en el momento adecuado, pasará sin recursos a la edad adulta. Dos posibles consecuencias de ello son: mendigar amor y atención, o bien, el aislamiento.
Rigidez emocional. “Yo no lloro nunca”. Un adulto que reprime el llanto ha sido herido en su infancia. El castigo y la humillación ante esa conducta, o no ser atendido a pesar de sus lagrimas, pueden haber endurecido a la persona.
Falta de libertad. “Tengo que cumplir con lo que se espera de mí”. Las “máscaras” juegan un papel muy importante a la hora de esconder temores y complejos. Hay adultos que no son capaces de decir que no, de enfrentarse a figuras de autoridad, de defender sus ideas, o de llevar la ropa que quisieran. Las burlas, ironías, comparaciones, exigencias son algunos factores que potencian en el adulto este tipo de comportamientos.
Estas son algunas de las formas en que tu niño herido se expresa, cobrando un papel protagonista. Ese niño quedó necesitado de amor, acogida, compañía, admiración, etc. Hasta que no recuperemos y saciemos esas necesidades se seguirá expresando de la única forma que sabe: contaminando nuestra vida adulta.
Observa y analiza desde tu “yo adulto” si tienes reacciones desproporcionadas a circunstancias que no son para tanto. Si es el caso, no es tarde. No te quedes solo: pide ayuda a tu familia o seres queridos más cercanos, o de un profesional en caso de que sean demasiado fuertes.