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Cuando a los niños les falta contacto con la naturaleza

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Ignasi de Bofarull - publicado el 16/06/19
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Se está popularizando un nuevo término: trastorno por déficit de naturaleza. No es científico, pero algunos estudios confirman sus hipótesis

Los niños de hace unas cuantas décadas buscaban debajo de cada piedra un tesoro. Corrían tras las lagartijas y ansiaban encontrar un nido abandonado en lo alto de cada árbol. Les movía la aventura y una excursión en bicicleta al pueblo vecino, por caminos de tierra, era una odisea plagada de atractivos.

Pero aquel mundo rústico, natural, o si se prefiere campestre, se ha perdido. Algunos consideran que se ha ganado en protección y seguridad. Otros consideran que la niñez ha cambiado a peor pues ha perdido su libertad y su encanto cuyo teatro de operaciones era la naturaleza. En los últimos cincuenta años se ha vivido un evidente vuelco en la vida recreativa infantil.

En los veranos de los años sesenta y setenta, que duraban casi tres meses, los niños vivían una auténtica inmersión en la naturaleza. Pasaban horas lejos de casa (fuera una vivienda de veraneo o el domicilio de los abuelos en el pueblo) y andaban merodeando por los bosques con la ilusión de construir cabañas con ramas, palos y cordeles simplemente porque tenían mucho tiempo y cierta audacia emprendedora y una mayor habilidad manual.

Y los padres estaban muy poco asustados por los riesgos que pudieran correr sus hijos. Entonces no se producía lo que podríamos denominar el miedo al extraño. Se confiaba en la autonomía del niño y en la responsabilidad de los adultos y los rasguños en las rodillas y los chichones en la cabeza no generaban alarma en unos padres que estaban, la verdad, poco alerta.  Un poco de mercromina y un esparadrapo con algodón eran capaces desinfectar y curar cualquier pequeña herida.

Hoy los niños andan más sobreprotegidos, más controlados pues los riesgos menudean o, cuando menos, son percibidos como más frecuentes. Los niños de hoy son quizá un poco más torpes, sus juegos y juguetes más previsibles y los padres más controladores. Desde luego ya no suben a los árboles pues les está prohibido por sus progenitores dado que carecen de esa habilidad a todas luces. Y esa carencia se debe a que nunca han contado con la primera oportunidad de ensayarla.

Si ascendemos en el nivel de abstracción diremos que los niños han sido alejados de la naturaleza pues las vacaciones son mucho más cortas  y cada vez más caras. Los dos padres trabajan, los sueldos pierden poder adquisitivo y el presupuesto familiar no da para muchas alegrías. El ocio de mayores y menores se ha hecho progresivamente más sedentario y urbano. E ir a la gran superficie a comprar puede ser la única salida entre el sábado y el domingo con los hijos pequeños pues algunos parques urbanos son intransitables.

Las diversiones están más ligadas a los juegos-juguetes que a las excursiones. Salvo el deporte extraescolar, que suele tener lugar de nuevo en un entornos urbanos, el ocio de todos transcurre en entornos cerrados y más previsibles que nunca: pantallas de móviles, consolas, televisión y tabletas.

Las colonias de verano y los campamentos duran siete días en julio. Es poco. Luego en agosto el apartamento en la playa y el camping se convierten en protagonistas. Y en los pueblos la piscina,  los polideportivos y las fiestas patronales quizá le restan tiempo al senderismo y a las acampadas. De nuevo poca naturaleza.

Esta disminución del tiempo pasado en la naturaleza se está describiendo desde el mundo académico como una fuente de inconvenientes. La niñez es menos sana, más urbana, menos abierta, menos natural y desde luego muy alejada del desparpajo de aquel niño de rodillas peladas que campaba casi sin control hace ya décadas. Se está produciendo una cierta nostalgia del aquellos tiempos (ciertamente un pocos rudos a veces) y a la vez una nueva reivindicación de la naturaleza, del bosque, del lago y la montaña como fuente de recreación, ejercicio físico y relajación.

Y han nacido muchas propuestas, campañas y reflexiones en esta dirección desde el mundo de la salud y de las administraciones públicas. Se insiste en la actividad física y en las dietas sanas, sobretodo. Pero si analizamos estos asuntos a fondo percibimos que la naturaleza es el denominador común de una vida saludable. El contacto del niño con la naturaleza es una fuente de salud física y mental, de bienestar, de reducción del estrés y de un aumento de las oportunidades de conocimiento, exploración y descubrimiento del territorio.

Se está hablando mucho últimamente del trastorno por déficit de naturaleza (NDD por sus siglas en inglés). Este concepto –que no tiene raíces diagnósticas- lo propone un periodista norteamericano llamado Richard Louv en su libro, Los últimos niños en el bosque (2005). Es un libro muy inspirador que se ha convertido en un longseller. Se ha vendido sin cesar desde que se publicó y ha generado numerosas iniciativas educativas, recreativas, institucionales y de salud, a partir de su hipótesis: los efectos negativos del alejamiento del niño de la naturaleza se acaban  convirtiendo en un trastorno.

Louv argumenta que el coste humano de la “alienación de la naturaleza” se mide en una disminución en el uso de las percepciones sensoriales, en dificultades de atención y en tasas más altas de enfermedades físicas (muy claramente la obesidad) y emocionales donde destacan en los últimos años unos niños más ansiosos y depresivos.

El trastorno por déficit de naturaleza es una guía popular para entender una realidad: el alejamiento de la naturaleza de una sociedad hiper-urbanizada abocada hacia un ocio de consumo imparable que genera más estrés que descanso y un sedentarismo que puede traducirse en muchos aspectos: no sólo en sobrepeso y obesidad, sino también en diabetes, enfermedades coronarias, asma y otras dolencias que en los últimos años se están adelantando a edades muy tempranas.

No es fácil establecer una relación global causa-efecto lineal entre la pérdida de naturaleza y el aumento de una vida poco saludable a tenor de los estilos de vida en entornos urbanos cada vez más agitados. Pero en algunos aspectos si se pueden establecer algunas correlaciones razonables entre el alejamiento de los entornos naturales con la caída de la actividad física, las dietas cada vez más calóricas y el aumento del estrés,

Louv es periodista, no epidemiólogo ni psiquiatra ni pediatra. Pero sus intuiciones son muy jugosas: él señala que los niños han sido amistosamente encerrados en los hogares en aras a una protección que a menudo es una sobreprotección restrictiva.

Existen dos estudios interesantes que refrendan la hipótesis de Louv en algunos aspectos: el primero señala que niños que padecen TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) después de 20 minutos en un entorno natural muestran una mayor capacidad de atención y de control de los impulsos que si estuvieran en este mismo lapso de tiempo en espacios cerrados. Estos niños en esta naturaleza abierta y cargada de sorpresas y reclamos delicadísimos se centran, contemplan, observan, juegan concentrados y relajados.

Otro estudio señala que la inmersión en la naturaleza de un grupo de adolescentes durante en un campamento afectó positivamente a su vida durante aquellas semanas en forma de una mayor relajación; una disminución del estrés percibido; un aumento positivo de emociones; un mayor sentido de la totalidad unido a la experiencia de la trascendencia; y, finalmente, una clara mejor de la interacción social. La naturaleza es generosa.

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