A pesar de que te hayan fallado muchas veces confía en el amor de Dios
En ocasiones me cuesta creer en las promesas. No quiero engañar al corazón con sueños imposibles. Quiero ser realista. No quiero sufrir. Me ilusiono con el futuro incierto. Con lo que deseo en mi corazón. Y sufro cuando no se hace realidad.
Dios le promete a Abrahán y a Sara en Mambré: “Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo”.
El hijo de la promesa. Sara era estéril. Por eso se ríe. Porque es imposible. No puede concebir un hijo. No ha sido bendecida. Y no cree en la promesa.
Tal vez yo dejo de creer en las promesas cuando veo que en mí no se han hecho realidad. Un leproso le pidió a Jesús ser curado: “Si quieres, puedes limpiarme. Quiero, queda limpio”. Jesús quiere y el leproso queda limpio.
Parece sencillo. Promesas cumplidas. Como la hecha a Sara en aquel día de descanso en Mambré. Sara no creyó. Parecía imposible.
Yo mismo me rebelo porque dudo de que lo imposible pueda ser posible. Las promesas caen en saco roto tantas veces. “No prometas lo que no puedas cumplir”, me dijeron de pequeño. Así lo he hecho. Me guardo prudentemente de promesas imposibles.
“No prometas cuando estás feliz, no respondas cuando estás enfadado, no decidas cuando estás triste”. Esos consejos me salvan muchas veces. De prometer lo que no cumpliré nunca. De responder en caliente antes de dejar que se enfríe la rabia. De tomar decisiones precipitadas en momentos de oscuridad del alma.
La alegría exaltada, la rabia encendida y la tristeza oscura turban mi ánimo y no dejan que actúe prudentemente. En esos momentos no soy libre. Y puedo cometer errores que me lleven por caminos confusos.
Tal vez por eso decido no creer tanto en esas promesas que pretenden hacerme los hombres con sus mejores intenciones. Me prometen fidelidad eterna. Amor sin sombra. Radicalidad en la entrega. No lo exijo, no lo espero.
No creo en los caminos llanos y fáciles que llevan a buen puerto. He visto la fragilidad del ánimo, la débil voluntad que se rompe. He visto tantas promesas incumplidas… Caminos que parecían sencillos y no llevan a ningún sitio.
No me vuelvo escéptico. Pero no creo en los días de sol despejados, sin nubes. Resuenan en mí los versos de Amado Nervo: “Hallé sin duda largas noches de mis penas; mas no me prometiste Tú sólo noches buenas; y en cambio tuve algunas santamente serenas. Amé, fui amado, el sol acarició mi faz”.
Las promesas de Dios sobre mi vida vienen al corazón cada mañana. Sé que me ha prometido no abandonarme nunca. En eso sí creo. Ha prometido que sanará mi corazón herido. Me abrazará cuando me sienta solo. Y hará que el sol acaricie mi rostro.
Pero no me ha prometido no sufrir. Por eso no huyo del sufrimiento. ¿Acaso no será el sufrir la cuna de un nuevo nacimiento? En mi alma aburguesada y cómoda que tiene miedo al dolor. No quiero que se vaya mi dolor, como escribe Pedro Salinas:
“No quiero que te vayas dolor, última forma de amar. Me estoy sintiendo vivir cuando me dueles no en ti, ni aquí, más lejos: en la tierra, en el año de donde vienes tú, en el amor con ella y todo lo que fue. En esa realidad hundida que se niega a sí misma y se empeña en que nunca ha existido, que sólo fue un pretexto mío para vivir. Si tú no me quedaras, dolor, irrefutable, yo me lo creería; pero me quedas tú. Tu verdad me asegura que nada fue mentira. Y mientras yo te sienta, tú me serás, dolor, la prueba de otra vida en que no me dolías. La gran prueba, a lo lejos, de que existió, que existe, de que me quiso, sí, de que aún la estoy queriendo”.
Ese poema del amor que duele. Amor por los seres queridos que un día se fueron. Amor a lo propio que deja de ser mío. Ese dolor es la huella visible de un amor verdadero, de una vida plena. ¿Es esa la promesa que me hace Dios por todo lo que amo?
El dolor como el rastro que deja el corazón después de haber amado. El rastro en la tierra, en las rocas del camino. No dejo de dar mi amor sin temer perder la vida.
La única promesa de Dios no es la de una felicidad sin mancha, la de un camino de rosas, la de una vida fácil. Esa promesa no me la hace. No la espero. No quiero que me prometa lo imposible. No lo quiero.
Tampoco prometo yo lo que no sé si alcanzaré algún día.
Sigo soñando. Y espero el sol cada mañana. El abrazo que me haga reposar en dolores y alegrías.
Las promesas me alegran el alma. Quiero retener en el presente un futuro que aún no poseo. No me altero. Confío en ese amor inmenso que me da fuerzas. Espero contra toda esperanza. Deseo lo que parece imposible.
La promesa de Dios es verdadera. Me pide que ame todo lo que toco. Aunque me duela. Que no me desprenda insensible de lo que me llena. Quiere que ría y llore. Y no deje nunca de hacerlo.
Confío en el amor de Dios. En su promesa hecha vida en mí cada mañana.