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C.S.Lewis: Nosotros y los humanos de otros planetas

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Manuel Ballester - publicado el 08/11/19
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La naturaleza humana está sometida al dolor, el hombre sufre y produce daño, sufre y produce la muerte. ¿Podría existir otra humanidad?

Señala acertadamente Aristóteles que la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos. No hay modo de eludir el dolor (físico y moral), el peso de nuestra propia negligencia, el hastío y el cansancio. Y, finalmente, la muerte.

Esto es así. Pero, ¿podría ser de otro modo? Pudiera ser que nuestra interna rebelión, nuestro temor al dolor, nuestro temblor ante la muerte, estén motivados porque la vida es así pero sentimos en lo más íntimo que no debiera ser así.

CS Lewis (1988-1963) entra de lleno en esta cuestión en la denominada Trilogía cósmica, también llamada Trilogía de Ransom atendiendo a un personaje, el profesor Ransom, que tiene un papel protagonista en la mayor parte de la obra. Consta de Más allá del planeta silencioso (1938), Perelandra, un viaje a Venus (1943) y, finalmente, un moderno cuento de hadas para adultos (A Modern Fairy-Tale for Grown-Ups) denominado Esa horrible fortaleza (That Hideous Strength, 1945).

La naturaleza humana está sometida al dolor, el hombre sufre y produce daño, sufre y produce la muerte. Amamos y nos desengañamos. Pero, ¿la humanidad podría ser de otro modo? Más aún, ¿podría haber otra humanidad que no padeciese esa situación? Sería una humanidad gozosa. Y libre. ¿Cómo serían esos hombres? ¿Nacerían, aprenderían, amarían y morirían? En ese caso, ¿Cómo sería el parto, con o sin dolor?, ¿Cómo sería el aprendizaje, el trabajo, la maduración, las relaciones amistosas y amorosas, las relaciones sexuales? ¿y la muerte?

Una humanidad así, libre y gozosa, radiante y satisfecha no es terrestre, claro. Aquí las cosas son de otro modo. Algo así parecen encontrar Ransom y sus compañeros en su viaje intergaláctico.

Y esa humanidad extraterrestre, ¿será única? Ya puestos, podría haber más planetas conteniendo otras humanidades igualmente dichosas o dichosas de otros modos. Si bien es cierto que la humanidad terrestre real es la que es, podemos imaginar distintos modos de dicha y visitarlos viaje tras viaje, libro tras libro.

Si a lo largo de esos viajes nos encontramos a hombres no terrestres, podríamos preguntarnos qué tienen en común, qué les hace ser hombres. ¿Puro azar o tendrán, de alguna manera misteriosa, un origen común? Una misma procedencia, una misma raíz (como si fuesen ramas de un árbol, de un fantástico árbol cósmico) explicaría esa común humanidad. Y animaría a pensar en una hermandad, unos lazos. No es descartable, en esta hipótesis, que todos hayan aprendido la misma lengua materna. Los terrestres tenemos muchas lenguas, pero no está claro que esa situación facilite la comunicación (el viejo mito de Babel apunta más bien todo lo contrario). Visto desde fuera, visto desde los otros, los que aún hablan la lengua materna común, puede que nuestra cháchara más bien les parezca mutismo y nuestro planeta se vea como un “planeta silencioso” y oscuro.

Pero por muchas humanidades jubilosas que encontremos no podremos evitar una pregunta esencial: ¿por qué ellos son dichosos y nosotros no? ¿Qué tienen ellos que nosotros no tengamos, qué tenemos que ellos no tengan?

Algunos piensan que los padres de la humanidad terrestre, en el alba de los tiempos, fueron probados y sucumbieron, cometieron una transgresión, un pecado, que ha privado a sus descendientes del gozo que Lewis hace disfrutar a la humanidad extraterrestre. Los habitantes de los otros planetas no son dominados por sus deseos desordenados, no trabajan con sudor, no paren con dolor, no temen la muerte. ¿Por qué? ¿No han sido sometidos a prueba? O, si lo han hecho, ¿han salido victoriosos, no han perdido su libertad?

Las opciones, como se ve, van enriqueciendo la imaginación y el pensamiento. Pero no acaba ahí el argumento.

Lewis hace que Ransom y sus compañeros visiten otros mundos, ¿no podría ocurrir que los extraterrestes visitaran, a su vez, nuestro mundo? ¿Qué pensarán de nuestra incomunicación, de nuestras injusticias, nuestras guerras y tantas penalidades evitables? ¿Intervendrían para ayudar o nos dejarían a nuestra suerte?

Lewis no es un autor de distopías sino que, profundamente realista, nos hace ver que si los alienígenas se mantienen en un nivel tan excelente, si tienen pleno dominio y gozan con el ejercicio de sus facultades ocurre que, a diferencia de los terrícolas, no necesitan ayuda y, por eso mismo, no la obtendrán. No tendrán, por tanto, quien les salve. No saben qué significa ser cuidados en la enfermedad, que les sean fieles en los momentos bajos, que los conforten en el infortunio; tampoco saben qué significa cuidar a un ser querido doliente, o poner en riesgo la propia integridad a favor de un hermano o ir al ritmo de quien se planta ante un doloroso horror o que da sus últimos pasos hacia la muerte… Esa humanidad edénica no necesita consuelo ni ayuda, no tendrá redención ni redentor. Nosotros, sí.

De modo que es claro que no todo es dolor entre nosotros: conocemos también días felices, de amistad, de alegría, de esperanza fundada. Porque somos hombres, hemos caído, pero también hemos aprendido a levantarnos, a agradecer la ayuda, a reconocer en el rostro del otro una luz que apunta a un misterio que conocieron los primeros terrícolas cuando aún se paseaban desnudos por el Edén y hablaban la misma lengua materna que los hombres de las otras ramas del árbol cósmico.

Todo esto es ficción, obviamente. Por eso no falta quien califique La trilogía de cósmica como una obra de ciencia-ficción, y una obra brillante según los criterios del género.

Aunque, por otra parte, el ingenio de Lewis desborda el género. La obra es mucho más aguda, amena y profunda que las obras de ciencia-ficción al uso. ¿Podríamos hablar, más bien, de teología-ficción?

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