No deja de ser esperanzador que, ante un problema, la gente se vuelva a la literatura (que es sabiduría condensada, tradición escrita) para orientarse.
La similitud es más bien externa en cuanto que se remite a una epidemia, una enfermedad, que incide sobre una comunidad. Pero si Camus puede enseñarnos algo no es lo relativo a la dimensión sanitaria. Ni a la económica.
Lo que La peste transmite es, más bien, una cuestión antropológica. El comienzo hace referencia a cómo es el hombre moderno. Después muestra cómo esa mentalidad moderna es afectada por la plaga.
El hombre moderno es problemático para sí mismo. Así, por ejemplo, de un modo tronante, Nietzsche lo caracteriza como un “manso animal doméstico”; Simone Weil, que tuvo estrecha relación con Camus, sostiene que su rasgo esencial es el desarraigo; Saint-Exupéry habla del “hormiguero humano”. Camus, en La peste ve al hombre moderno como una equilibrada mezcla de cigarra y hormiga: «Sin duda, nada es más natural hoy día que ver a las gentes trabajar de la mañana a la noche y en seguida elegir, entre el café, el juego y la charla, el modo de perder el tiempo que les queda por vivir».
El tono de la obra intenta una sobria objetividad. El problema es, interpretado en sentido literal, una cuestión sanitaria. De ahí que la narración siga de cerca al doctor Rieux ya que «durante todo el tiempo de la peste, su profesión le [pone] en el trance de frecuentar a la mayor parte de sus conciudadanos y de recoger las manifestaciones de sus sentimientos».
En ese tipo de vida, tan moderna y pautada por los hábitos y costumbres, irrumpe de pronto algo inesperado, algo que rompe todas las rutinas. Nadie espera y, al principio, nadie cree que una sociedad así construida pueda ser golpeada por la peste, la enfermedad o, por decirlo de otro modo: por lo que no podemos controlar. La novela muestra a partir de ahí cómo ese tipo de hombre es capaz de entender y afrontar algo que le supera.
«Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas». No estaba previsto y, por eso, la ven como algo injusto que rompe las rutinas del próspero hormiguero. Más injusto aún cuando golpea a un inocente, a un niño, a un niño conocido (no a la cifra abstracta de niños fallecidos). Cuando el hijo de un amigo cae enfermo, se prueba un remedio. El suero hace que el niño resista más que los otros, pero la consideración es inevitable: «Si tiene que morir, así habrá sufrido más largo tiempo», sólo habremos prolongado la agonía y el escándalo será mayor.
La religión, Dios, un Dios que permite la muerte de un inocente, un Dios que crea un mundo así, ¿puede ser bueno, puede existir? Más aún, aunque se salve este o aquel, ¿acaso se les hace inmortales? ¿acaso no moriremos todos?
En cualquier caso, ¿qué hacer? El médico intenta atajar la plaga científicamente pero el dolor, el aislamiento, la expectativa cierta de una muerte cercana no son cuestiones meramente médicas. El enfoque científico es secundario, un juego. O, al menos, eso sostiene el mismo Camus cuando afirma que «juzgar si la vida vale o no vale la pena ser vivida es responder a la pregunta fundamental» (El mito de Sísifo). De modo que el hombre moderno vive alienado, ignorante de si su vida vale la pena o no de ser vivida y, en el contexto médico, de ser salvada. Si todos vamos a morir, ¿para qué tanto esfuerzo?
Y esa situación que nos saca de nuestros hábitos únicamente nos muestra que habría que haber aclarado el sentido de la vida. Ahora no tenemos tiempo de pensar. El quehacer científico, el juego, lo que es secundario, «sacrifica todo a la eficacia» porque se ha vuelto urgente: «-¡Ah! -dijo Rieux-, uno no puede curar y saber al mismo tiempo. Así que curemos lo más a prisa posible, es lo que urge».
Cuando el mal golpea, sacude la existencia apacible, hace visible el desarraigo y se lo percibe como injusto. En el corazón de la novela hay un personaje, Tarrou, que da una interpretación alegórica a la peste. Entiende que todos somos pestíferos, todos transmitimos el mal. Y, por eso, busca el camino hacia la paz o, en sus propios términos: «lo que me interesa es saber cómo se puede llegar a ser santo.
-Pero usted no cree en Dios.
-Justamente. Uno puede llegar a ser un santo sin Dios».
La plaga, el mal, ha colocado a la población en una situación de urgencia, de cansancio e indiferencia pero, en cualquier caso, lejos de la suficiencia del hormiguero. Ahí van aflorando las auténticas necesidades humanas, el verdadero sentido.
En plena epidemia, Rieux, el médico cansado, entra dos veces en cafés llenos de gente: le parecía estúpido, pero «sentía necesidad de calor humano». Durante la peste, todos habían adoptado el papel esencial de emigrantes, cuyo porte hablaba de «la ausencia y de la patria lejana. A partir del momento en que la peste había cerrado las puertas de la ciudad no habían vivido más que en la separación, habían sido amputados de ese calor humano que hace olvidarlo todo».
Añoramos lo que nos falta radicalmente: ternura, calor humano, patria, hogar. Y eso es lo que queremos: volver a casa, al lugar al que pertenecemos porque ahí está nuestro arraigo y nuestra vida, que consiste en amar y ser amados.
A esa meta Tarrou la llamaba paz, otros, “su verdadera patria”, o felicidad. Tarrou la llamaba paz porque quería ser santo sin Dios, quería tener un comportamiento digno, decente, cabal, íntegro. Santidad lograda con su sola honestidad y pundonor. Quería, en definitiva, volver a casa y ser abrazado pero sólo por su conciencia.
Si el anhelo de ternura, si el deseo de amar y ser amado está tan en la raíz del ser humano, ¿no estará ahí el remedio al desarraigo? Y entonces el sentido de la vida ¿no tendrá que ver con la apertura, con el dejarse abrazar por alguien que nos quiere como nuestros padres: no porque somos buenos sino porque es bueno?