Bondadosa y entregada a los demás, la reina de Bélgica, Isabel Gabriela de Baviera, vivió una de las épocas más convulsas de la historia. Se enfrentó a dos guerra mundiales y demostró al mundo que la realeza no estaba reñida con la solidaridad.
Pertenecía a una rama menor de la familia imperial austriaca; era sobrina de la archiconocida emperatriz Isabel de Baviera, de hecho, recibió su nombre en honor a ella; nació y creció entre algodones. Pero el lujo y la vida regalada no la alejaron de la cruda realidad a la que se enfrentaría su pueblo en la primera mitad del siglo XX.
Isabel Gabriela de Baviera había nacido el 25 de julio de 1876 en Posenhofen. Era hija del duque Carlos Teodoro, uno de los hermanos pequeños de Sissí, y de la infanta María José de Portugal. Isabel tuvo en su padre un gran ejemplo a seguir. Lejos de vivir una existencia centrada en fiestas y entretenimientos, el duque se desmarcó de la tradición cuando decidió estudiar medicina. Con el título bajo el brazo, especializado en oftalmología, abrió varios hospitales y atendió personalmente a personas necesitadas ayudado por su propia esposa. Isabel estuvo muy cerca de su padre observando su comportamiento tan diferente al del resto de la aristocracia.
Isabel pronto se convirtió en una joven culta y refinada. Estudió medicina en la Universidad de Leipzig pero también aprendió a tocar el violín y a interesarse por la ciencia, la arqueología y el arte. Era una joven preparada a la que el destino pondría a prueba unas décadas después. En 1900, se casaba con el príncipe Alberto de Bélgica, al que había conocido en tristes circunstancias, durante el funeral de una duquesa en París tres años antes. Casarse con Alberto suponía dejar atrás Baviera y su familia y enfrentarse a una nueva vida.
En los primeros años de su vida como casados, además de dedicarse a sus tres hijos, Leopoldo, Carlos y María José, nacidos entre 1901 y 1906, Isabel compartió con su marido su vocación de servicio a los demás. Ambos trabajaron en obras sociales y filantrópicas, ganándose el cariño del pueblo belga. En 1909, Albert asumía la corona de Bélgica y Isabel Gabriela se convertía a su vez en reina consorte.
Cinco años después, la Primera Guerra Mundial pondría a prueba a los jóvenes reyes de una Bélgica invadida por Alemania. Prácticamente sin pensarlo, la reina Isabel se puso manos a la obra para ayudar en todo lo posible a los enfermos y heridos convirtiendo uno de sus palacios de Bruselas en un hospital de la Cruz Roja. Durante todo el conflicto, los reyes permanecieron junto a su pueblo. Isabel acompañó a sus hijos a Inglaterra pero pronto regresó para estar al lado de su marido. Isabel convenció a Bélgica que nada tenía que ver con un enemigo que era a su vez su patria de nacimiento. Ahora era la reina de los belgas y debía estar a su lado.
Isabel y Alberto se instalaron en una modesta casa en el frente de La Panne desde donde la reina se trasladó diariamente a visitar a los heridos en el hospital militar instalado en la localidad. Todos la conocían como la “reina enfermera” que trabajó de manera incansable para cuidar a los soldados y darles consuelo. Además de velar por su salud, la reina organizó una orquesta sinfónica para animar a las tropas.
Isabel se preocupó también de los niños, víctimas inocentes de la guerra ayudando a crear varios centros para ellos. Cuando terminó la guerra, los reyes regresaron a Bruselas y se volcaron en la reconstrucción de la dura posguerra ayudando con infinidad de obras filantrópicas a los damnificados por el conflicto. En aquellos años de paz, Isabel tuvo tiempo de recuperar algunas de sus aficiones culturales y volvió a tocar el violar o a practicar con la escultura.
Los años de entreguerras fueron también años de duras pruebas vitales. En 1934 fallecía su esposo sumiéndola en una terrible depresión. Un año después, Astrid, la nueva reina de los belgas, esposa de su hijo y nuevo rey,Leopoldo III, fallecía en un trágico accidente. Isabel permaneció al lado de su hijo asumiendo de nuevo un papel activo en la monarquía.
Poco tiempo después, Bélgica se enfrentaba a una nueva invasión alemana. En 1940, los nazis entraban en territorio belga y de nuevo la reina viuda se quedó junto a su pueblo. En esta ocasión, se centró en ayudar a huir a muchos judíos que se vieron amenazados por el nazismo. Una labor que le valió ser reconocida años después como “Justa entre las Naciones”.
Durante el resto de su vida, la reina Isabel Gabriela de Bélgica continuó trabajando por los más desfavorecidos impulsando proyectos solidarios y llegó a ser considerada como una de las reinas más queridas de la historia del siglo XX. Falleció en Bruselas el 23 de noviembre de 1965. El cardenal Leo Jozef Suenens, que ofició su funeral, la recordó como la reina de los desventurados y afirmó que fue una reina “de gran corazón”.