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Pensar y tomar tus propias decisiones, ¿lo estás haciendo?

PRUDENCE
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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/05/20
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Para ser libre no basta con obedecer, la vida se juega en esos momentos que piden dar un paso audaz

Con frecuencia me veo pensando como todos piensan. Me dejo llevar por la corriente para no desentonar. Y al mismo tiempo me indigno cuando alguien se mantiene en su opinión, diferente a la de muchos, a la mía y no acepta la mirada de la mayoría.

Me cuestan las posturas contrarias, las personas insobornables, firmes, auténticas. No soy tolerante con el diferente. Digo que cualquiera puede decir lo que piensa, pero luego en mi interior deseo que todos piensen como yo.

Brota en mi corazón ese pequeño dictador que llevo dentro. Surge en mí el deseo de que todos piensen como yo y nadie desentone.

Educo en el pensamiento único, para que nadie se desvíe de mi forma de ver las cosas. ¡Qué fácil resulta caer en la masificación!

El otro día vi un video de un profesor. En su clase puso un ejemplo de comportamiento social. Les preguntó a todos por el color de una carpeta. Era verde. Les dijo que iba a hacer un experimento.

Les pidió a todos que dijeran que la carpeta era roja cuando les preguntara. Así lo hicieron después de que llegó el último alumno. Ese joven miraba perplejo. No podía creer que algunos dijeran que era roja cuando resultaba obvio que era verde.

Cuando la profesora le preguntó a él, después de que todos hubieran afirmado que era roja, él dudó y dijo lo mismo que todos. La clase estalló en una carcajada.

Bajo la influencia de la masa me mimetizo. Acabo pensando como todos para que no me rechacen, no me hieran, no me ataquen. Me cuesta defender una opinión distinta y mantenerme firme en lo que pienso o creo.

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© Public Domain

Lo mismo me sucede al tomar decisiones, al optar por lo que yo creo que me pide Dios.

Por otro lado, puedo creer que la obediencia es el valor supremo, a la hora de decidir. Leía el otro día sobre la batalla final que pierde Napoleón en Waterloo.

Un almirante, Grouchy, tiene en sus manos cambiar la historia, pero no lo hace porque se mantiene firme en su obediencia ciega a la orden recibida:

“Ese momento que de cuando en cuando se presenta a los mortales, entregándose al hombre anodino que no sabe utilizarlo. Las virtudes ciudadanas, la previsión, la disciplina, el celo y la prudencia, valores magníficos en circunstancias normales del vivir cotidiano se diluyen, fundidas por el fuego glorioso del instante del destino que exige el genio para poder plasmarlo en una imagen imperecedera”.

Este militar firme y obediente se convierte en un hombre irresoluto. Su amor a la disciplina no le permite reaccionar cuando lo exigen las circunstancias. No desobedece la orden dada por Napoleón y no corre a socorrerlo en la batalla. Aguarda obedeciendo.

Hay momentos en los que se me exige audacia, capacidad de decisión, mirar dentro de mí y decidir. No todo está cristalino en cada momento. No basta con obedecer a los hombres en sus mandatos claros.

Hay momentos en los que tengo que buscar en mi corazón al Dios que camina conmigo en la soledad, en la penumbra y decidir a su lado.

El peligro es dejarme llevar por lo que los demás me piden. O tener demasiado miedo a equivocarme. O atarme tanto a la norma que no me quede espacio para actuar de forma diferente. O preguntarle a un sacerdote o a un sicólogo para que decida por mí, como si fuera una receta.

Creo que la vida se juega en esos momentos en los que se me pide dar un paso audaz, un paso hacia delante y buscar lo que quiero, lo que quiere Dios para mí.

¿Y si me confundo? ¿Y si estoy equivocando?

Siempre es posible equivocarme y cometer errores graves. Es posible confundirme de camino. Pero no por eso voy a dejar de actuar, de ponerme en marcha, de ser audaz, de pensar por mí mismo.

Lo que la mayoría piensa no puede determinar mi forma de vivir y actuar. Quiero tener un pensamiento propio. Quiero discernir y observar la realidad con mis ojos, no con los ojos de muchos, de la mayoría.

No siempre lo que todos piensan es lo correcto. No siempre los actos que esperan de mí los hombres son los que quiere Dios de mí.

Pienso que a menudo vivo tratando de salvar los bordes del camino. Corro a velocidad prudente por una carretera con arcenes muy marcados.

No quiero caer por el precipicio y huyo de los bordes, donde está el peligro. Vivo asustado, con un miedo inconfesable a ser infiel, a ser débil, a no decidir lo correcto.

Y por no querer equivocarme decidiendo, me equivoco en mi indecisión, porque no decidir ya es tomar una postura. Quisiera tener un corazón más libre, más autónomo, más capaz de discernir buscando al Dios de mi vida dentro de mi alma.

Me da miedo la masificación, tanto la mundana -que se impone en corrientes de la moda- como la religiosa -cuando me dejo llevar por lo que piensan los que me rodean en mi fe.

Puedo vivir de forma masificada mi fe. Me dejo llevar por lo que hacen todos. No me siento libre. Soy un hombre masa que vive de ritos y formas religiosas.

No sé salir de lo que me han mandado. Aplico la norma siempre, para ser obediente. Pienso como la mayoría o como la autoridad a la que sirvo.

No tengo criterio propio. No me distingo del resto. No pienso, no rezo. Quiero educar mi corazón para que sea libre y fiel a Dios.

Que no me dé miedo desentonar buscando su querer en mi vida. Seguir sus caminos sin pretender hacer siempre lo políticamente correcto.

Un corazón libre, un corazón que piensa buscando a Dios. Un corazón capaz de tomar decisiones sin tener que pedirle a nadie que las tome por mí. Cuánto me cuesta ser libre para actuar sin miedo a cometer errores.



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