El egoísmo es parte del camino de maduración pero solo muriendo por amor vale la pena seguir viviendo
El egoísmo es una tendencia de mi alma. Vuelvo a mi yo de forma enfermiza. Me busco, deseo mi bien por encima de todo, busco salvar mi vida, aunque otros la pierdan.
Veo todo bajo la perspectiva de mi interés. Lo que a mí me hace bien, me conviene, me interesa. Mi mirada es tan estrecha…
Comenta el padre José Kentenich:
“Todo amor terreno es ‘yoico’, está referido al yo. Mientras sea un amor puramente instintivo, llevará impreso el sello del enamoramiento del propio yo y del estar poseído por él. El santo de la vida diaria procura con éxito preservar el sano amor a sí mismo del egoísmo enfermizo y colocarlo al servicio de Dios“.
Pasar de una mirada enfermiza a un cuidado sano del yo no es tan sencillo. Pero es necesario aceptar que el egoísmo es parte de mi camino de maduración. Tengo que vivir esa fase en mi entrega, en mi amor. Sigue el Padre Kentenich:
“Al comienzo se da un amor primitivo, es decir, un amor egoísta. Y así debe ser. Al contemplarse a sí mismos y al contemplar a otros psicológicamente, no deben perder nunca de vista que, si los diferentes instintos no encuentran alguna vez una satisfacción, si no se los encauza alguna vez, el desarrollo no sigue su camino”.
La fase egoísta es parte del crecimiento. La vinculación exagerada en un determinado momento de mi vida es necesaria para que madure.
Aceptar el egoísmo como parte de mi camino me salva. Lo otro significa reprimir, tapar, y algún día saldrá todo de nuevo a la superficie con fuerza.
¿Cómo son los amores y las relaciones en mi vida en este momento? ¿Predomina el egoísmo? ¿En qué etapa de mi crecimiento estoy?
Muchos matrimonios fracasan cuando los cónyuges no superan la etapa de ese amor referido al yo. Quiero crecer, madurar y volcarme en el tú, en su felicidad. Ese salto exige valor. Ponerme yo en un segundo plano. No pretender destacar, ser admirado, valorado.
Ese amor descentrado me parece imposible. ¿Los santos siempre fueron así? No, tuvieron que pasar por lo mismo que yo paso.
Tuvieron que madurar como yo tengo que hacerlo. Tuvieron que fracasar como yo tantas veces fracaso. Y una y otra vez volvieron a levantarse y siguieron luchando. No se desanimaron. Respetaron su forma de ser, sus tendencias, sus debilidades.
Y lo más importante es que Dios hizo obras grandes con ellos. Se descentraron cuando vieron que no tenían nada que defender.
Ya estaban entregados al amor de Dios en sus vidas. Y vieron que sólo muriendo por amor merecía la pena seguir viviendo. Un amor que no se mira y no se busca. Un amor que no se pone en el centro.
Es ese amor que se eleva por encima de sí mismo. Sueña con dar la vida, aunque fracase en ello tantas veces. Decía santa Teresita del Niño Jesús:
“El amor que no es capaz de la renuncia por amor, se parece a un fuego que se sofoca en su propio humo”.
Me gusta ese amor generoso que me falta muy a menudo. Jesús quiere educarme a amar de esa manera. Quiero pensar más en la felicidad de los demás y preguntarme constantemente qué es lo que desean. Sin pensar sólo en mí.
La madurez pasa por aprender a renunciar. Negarme a mí mismo en mis gustos para que otros tengan lo que desean. Un amor generoso no se busca de forma enfermiza.
Superar ese egoísmo es la tarea de toda mi vida. Sólo Dios puede hacerlo en mí porque yo solo no puedo. Necesito una presencia en mi corazón, una mirada que me salve y me levante. Y me haga mirar la vida de forma diferente.
No quiero un fuego que se ahogue en su propio humo y no logre encender con su pasión el fuego en otros corazones. Quiero salir de mí mismo.
En este tiempo en el que vivo encerrado, en mi familia, con los míos, tengo la oportunidad de vivir una escuela del amor. ¿Cómo me relaciono con los que tengo más cerca? ¿Cómo sirvo y me pongo en un segundo plano?
El amor verdadero me lleva a vivir en verdad y humildad. Amo y veo la belleza que hay en el otro. Lo enaltezco, lo pongo en el primer lugar. Y yo me quedo oculto. Porque así brilla más la vida del que está conmigo.
Ese amor es el que me rescata de la autorreferencia. No quiero vivir quejándome cuando me exigen, me demandan demasiado, no me agradecen por todo lo que hago y no valoran mi entrega generosa.
El corazón grande vive para dar, no para recibir. Si recibe se alegra. Si es ignorado no sufre. Ese corazón es el que quiero. Es el corazón de Cristo en mí.
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