La libertad, siendo un atributo radical de la condición humana, suele ser un arma de dos filos. Incluso a los mejores padres les puede resultar un hijo descarriado. Esta es una de esas historias
Tuve unos padres cuyas ilusiones fui capaz de destrozar. Abandoné la escuela. Caí en la vagancia, en las adicciones y en un sin fin de abusos y faltas de respeto. Así me comporté durante mi adolescencia y parte de mi primera juventud.
Los juzgué con dureza y eché en cara sus defectos, mientras lo intentaban todo para que yo saliera adelante en la vida. No se me olvida que, en más de una ocasión, en el colmo de mi ingratitud, llegué a pensar que no les debía nada y que me habían hecho más daño que bien.
Y murieron ambos sin llegar a la vejez, seguramente yo contribuí a su pérdida de sus energías.
Finalmente, logré encauzar mi vida hasta formar una familia. Siento cierta amargura pues sé que a mis padres les hubieran gustado ver lo que he logrado. También porque, al darme cuenta de mis propios defectos y limitaciones en la relación con mis hijos, temí que el destino me alcanzara en sus juicios, o que se repita una historia juvenil como la mía en uno de mis niños.
Me preocupa más ahora que han llegado a la adolescencia, porque aun comprendiendo que es una etapa de crecimiento psicológico para afirmarse en su identidad, lo que conlleva un rasgo natural de rebeldía, en ocasiones he reaccionado por nerviosismo. Por esa razón he vivido con el oscuro presagio de que “todo lo malo en esta vida se paga”.
Mas hubo otro giro en mi vida, por el que pude recuperar mi paz interior y mi confianza en la educación de mis hijos. Fue una tarde en el cementerio visitando de mis padres.
Llevaba flores, y sin poder evitar recordar sus gestos y palabras como si los estuviera viendo y escuchando, de pronto comprendí que el amor por mis hijos era tal que sentí enormes deseos de hacer méritos para cuando abandonara este mundo siguiera vivo en sus corazones e influyera positivamente en sus vidas.
Fue cuando me di cuenta de que el amor de mis padres no podía haber sido vencido por la muerte, pues la abnegación y sacrificio con que lo asumieron, habían sido muy personales, y la persona no muere.
En esos momentos, los restos sepultados se convirtieron en reliquias, a las que pude dirigir mis más íntimos pensamientos, seguro de que mi don sería acogido.
Fue un don de humildad, por el que, desde el fondo de mi alma, les dije que, si había enderezado mi vida, había sido por la semilla de dignidad que ellos habían plantado, conservando hasta el final la esperanza de rescatar al hijo, con la disposición al perdón, al abrazo y al beso.
Y seguí expresándoles mis sentimientos más íntimos, en peticiones de perdón, de ofrecimientos de vida limpia, de deseos de retribuir y desagraviar… de mis preocupaciones como padre.
Y me respondieron en el silencio de mi alma.
Comprendí, que, a pesar de mis errores como padre, mis obras de amor serán siempre una semilla que germinará hasta alcanzar los frutos. Solo debía actuar movido siempre por el amor, rectificando la intención con humildad ante los errores cometidos.
Que ciertamente en esta vida todo se paga, y que yo pagaría con buena moneda, por lo que debía ya de vivir sin temor en la relación con mis hijos.
Que me seguían amando y ahora yo podía corresponder haciendo de toda mi vida una oportunidad para honrarlos mientras nos reuníamos en el cielo.
Este testimonio está inspirado en la experiencia recibida en el consultorio familiar y matrimonial de Aleteia.
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