El talento de Isabel de Santiago se encuentra vinculado a sus profundas creencias religiosas. Autora de grandes obras de arte sacro, esta reconocida pintora quiteña iluminó con su genio algunas de las iglesias coloniales más bonitas en el siglo XVII.
Genio que pudo compartir con el mundo gracias a su propio padre, igualmente artista y uno de los pintores más famosos de su tiempo de la Escuela Quiteña, que quiso que su propia hija fuera también su pupila y su compañera artística, permitiendo que Isabel se convirtiera en uno de los escasos nombres femeninos de los anales del arte colonial hispanoamericano.
Isabel de Cisneros y Alvarado nació en algún momento de la década de 1660 en Quito, ciudad que era en aquel momento la capital de la Real Audiencia de Quito. Isabel asumió oficialmente los apellidos de su madre, Andrea Cisneros y Alvarado, quien estaba emparentada con la santa ecuatoriana Mariana de Jesús.
Decisión tomada por su propio padre, Miguel de Santiago Vizuete, mestizo que no quería que sus hijos perpetuaran sus orígenes indígenas. Sin embargo, la Isabel artista terminaría siendo conocida con el mismo apellido que su padre. La más pequeña de los cuatro hijos de la pareja, Isabel fue también la que compartió con Miguel su pasión por la pintura. A edad muy temprana, la pequeña Isabel ya jugaba con los pinceles de su padre, quien no dudó en acogerla en su taller.
Isabel de Santiago creció rodeada de cariño, en una familia católica en la que su padre permitió que desarrollara su pasión y talento artísticos.
En pocos años, se convirtió en estrecha colaboradora en las obras de su padre, provocando que la autoría de alguna de sus pinturas no siempre sea fácil identificar. La primera etapa como miembro del taller de su padre fue una etapa feliz y fructífera en su vida como persona y como artista.
Además de pintar, se casó con Juan Merino de la Rosa, Portero Mayor de la Audiencia de Quito, quien falleció al poco tiempo. Casada en segundas nupcias con el capitán también viudo Antonio Egas y Venegas, construyó con él una extensa familia y compartieron la misma pasión por el arte. La pareja llegó a tener cinco hijos, dos de los cuales abrazaron la vida religiosa como sacerdotes de la Orden de San Agustín.
A la muerte de su padre, Isabel asumió la dirección del taller y no dejó nunca de pintar. A pesar de no poder obtener un reconocimiento oficial de las escuelas artísticas por su condición de mujer, Isabel de Santiago se ganó el respeto y la admiración de su pueblo, recibiendo infinidad de encargos. El más conocido es el retrato que realizó a una monja clarisa llamada Sor Juana de Jesús. El encargo fue hecho a su marido, quien no pudo realizar el retrato de la religiosa ya fallecida pidiendo a su esposa que se asumiera ella la tarea.
La gran mayoría de obras realizadas por Isabel de Santiago fueron lienzos de temática religiosa destinados a decorar algunas de las iglesias a las que ella misma acudía y con las que tenía algún tipo de relación. Entre ellas, la Basílica de Nuestra Señora de la Merced en Quito, donde se encuentra su Cristo de la columna. La Virgen del Carmen del Monasterio del Carmen de San José o un San Antonio de Padua que decora las paredes del Monasterio del Carmen Alto son algunos de sus lienzos más conocidos y admirados por la delicadeza con la que realizaba las escenas y los rostros de santos y vírgenes.
Famoso es también un cuadro atribuido a su pincel, el Arcángel Gabriel, hoy custodiado en el museo quiteño de Fray Pedro Gocial. También atribuido a Isabel es El Hogar de Nazaret, hoy en el museo del Convento de San Diego.
La contemplación mística de San Agustín, expuesto en la Iglesia de San Agustín de Quito, donde hicieron sus votos dos de sus hijos, fue un cuadro que durante siglos fue atribuido a su padre. Investigaciones recientes aseguran que la autora bien podría haber sido su hija.
Y es que no siempre es fácil separar al padre de la hija, al maestro de la pupila, porque incluso en alguna ocasión, como fue el caso de La Virgen de las Rosas, compusieron el lienzo a cuatro manos.
Todos sus cuadros religiosos muestran un gran colorido y una explosión de flores y animales rodeando a los santos protagonistas de sus lienzos. Obras legadas por una de las pocas mujeres pintoras de la historia de Ecuador.