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Enrique García-Maíquez: “Sin las virtudes el alma se asfixia y la vida social se vuelve insoportable”

ENRIQUE GARCIA MAIQUEZ
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Vidal Arranz - publicado el 08/06/21
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Poeta, articulista y analista literario... El "Chesterton" español. Un texto suyo acaba de ser usado en las pruebas de acceso a la Universidad


“Soy poeta (cuando se puede, ay), articulista (se pueda o no se pueda, ay), crítico literario (que siempre, ay, se puede) y profesor (ay, ay). Soy padre (oh)”. Así se describía Enrique García-Máiquez en su perfil de Twitter hasta hace muy poco.

Es un autorretrato modesto para alguien que multiplica su presencia en medios y publicaciones de todo tipo, ora con artículos literarios, ora con reflexiones políticas o éticas. Un referente de una cierta idea de sensatez que salta a la arena pública armado con la bonhomía y el buen talante de quien coincide con Chesterton en su pasión por la comida y la bebida, y con Roger Scruton en su supremo mandamiento: ser conservador es defender lo que se ama, no odiar lo que se rechaza.

A ambos les ha traducido o prologado, como a otros muchos autores o pensadores. Y aún es obligado añadir al retrato su condición de hombre creyente que no sólo no esconde su fe, sino que la proclama y la exhibe a la hora de valorar la realidad, sin ningún afán adoctrinador o impositivo.

Es asimismo ‘culpable’ de ejercer de paladín de esos grandes temas o asuntos a menudo vilipendiados (la familia, la maternidad, los vínculos, el respeto por la tradición…) que ahora vuelven con fuerza y desparpajo. Su antología de poemas dedicado al padre es un buen ejemplo de esa vocación de nadar contracorriente, a la que no mueve ningún afán de excentricidad, sino más bien el desvelo por contribuir a recuperar el rumbo social perdido.

Vuelven viejas preocupaciones que parecían olvidadas o, más bien, que habían sido decretadas como caducas y desfasadas. Familia, natalidad, patriotismo, sentido de pertenencia…

«Las cosas naturales siempre vuelven», contestaría Unamuno. Versos aparte, se está imponiendo la conciencia de su perentoria necesidad. Rige un criterio utilitarista, porque, sin esos viejos valores, todo se hunde. Quizá todavía falte un convencimiento más sólido y trascendente, pero esta vuelta por instinto de supervivencia ya es un buen comienzo (o recomienzo).

¿Vuelve el viejo sentido común después de tantos intentos para retorcerlo y moverlo de su sitio?

Exacto. Apuntaba a eso. No ha vuelto (aún) la filosofía aristotélico-tomista, pero ya se nota un ansia generalizada de sentido común, esto es, de una inteligencia buena, práctica y comunitaria.

¿Quizás es que lo ‘nuevo’ aporta menos que lo ‘viejo’?

Creo que el sentido común es siempre las dos cosas que con su nombre indica. Estoy releyendo (como siempre) El Quijote y me pasma la coincidencia de lo que necesitamos ahora mismo con las medidas de gobierno y juicio de Sancho en la Ínsula Barataria y con los hondos consejos de su caballero.

Hoy, en cambio, parece que en todo nos separa un abismo.

¿Entre unos y otros? ¿O con el viejo sentido común? Contesto a los dos abismos. Con respecto al primero, sí. El egoísmo y la vanidad hacen que pongamos siempre el acento en lo que nos separa de los demás, para subrayar nuestro matiz de individualidad y, oh, agudísima personalidad. Las ideologías y las etiquetas también aportan sus buenas barreras y distanciamientos. Yo animaría a que lo primero que hemos de hacer para recuperar el sentido común es subrayar lo común y el sentido. Ana Iris Simón dice algo todavía más rompedor que su alegato a favor de la natalidad cuando recuerda que no tiene miedo a converger con nadie y que no exige pedigrí partidista.

¿Y el abismo con el viejo sentido común?

Como decía antes, son el mismo. La diferencia abismal es que hasta hace muy poco tiempo el sentido común no era discutido por nadie, sino que se asumía con naturalidad. Ahora ha dejado de ser el telón de fondo y está siempre —si uno se fija— en el centro de la polémica.

Usted ha indicado que lo que tienen en común muchas de las nuevas voces que reivindican esta vieja sensatez es su realismo, pero quizás sea necesario precisar ese concepto y la idea.

El desplazamiento de los ejes políticos ha generado mucha confusión. Hay una imagen que me gusta mucho: la de Fabrizio del Dongo cruzando la batalla de Waterloo sin enterarse de nada ni de quiénes son unos o los otros. Eso que tan magistralmente describe Stendhal en el comienzo de La Cartuja de Parma puede estar pasando ahora en el campo de la batalla de las ideas. Yo sostengo que la divisoria (salvando tantas otras diferencias legítimas) está entre los que aceptan la realidad y los partidarios de imponernos sus utopías más abstractas y nominalistas.

El realismo no puede suponer un sometimiento total a lo que es, porque eso supondría cerrar la puerta a lo que puede nacer. ¿Qué diferencia entonces el realismo conservador del progresista?

El realismo conservador parte de la presunción (que admite —ojo— prueba en contra) de que lo que hay es mejor que lo que no hay. Nos ha traído hasta aquí a través de todas las dificultades depuradoras de la historia. Y a saber adónde nos lleva lo que no hay y por qué caminos. Chesterton lo explicó con una imagen excelente. Alguien puede desear quitar una columna de una casa porque está en mitad del salón y no sabemos para qué sirve y entorpece el paso. Pero, cuidado, que se nos puede hundir la casa. Hasta que no calculemos la función de la columna, no la tiremos. Podemos reformar una institución o incluso abolirla, faltaría más; pero sólo después de conocerla a la perfección.

ENRIQUE GARCIA MAIQUEZ

Avancemos en este esclarecimiento. Permítame ponerle dos ejemplos. Uno. En cierto sentido, apostar por el aborto y el control de la natalidad en un mundo superpoblado podría ser defendido como ‘realista’.

Es verdad. Me había dejado atrás la pregunta sobre el realismo progresista, quizá porque dudo que exista. El ejemplo está bien. Digamos que el realismo consiste en asumir que las distintas soluciones posibles a un problema se tienen que discutir de acuerdo a los datos reales, y no a las ideologías o prejuicios. Por tanto, habría que plantear varias cosas a quien defendiese el realismo del control estatal de natalidad. ¿Está realmente superpoblado el mundo? ¿Acabar con la vida o vetarla es la mejor solución? ¿El coste en libertad de las familias y en dignidad humana merece la pena? ¿Es irremediable? ¿Por qué no predican con el ejemplo los convencidos de que hay que reducir las vidas humanas?

Otro ejemplo. Tomar medidas drásticas para intentar frenar el cambio climático estoy seguro de que es considerado por muchas personas como la única opción realista.

Tomarlas en Europa, mientras China y Rusia disparan sus emisiones no es realista. Tampoco imponer un discurso sin la suficiente discusión científica. El alarmismo no parece ni de sentido común ni tampoco muy ajustado a los datos reales.

Entonces, ¿mejor no hacer nada? Ha sido el propio Papa el que nos ha animado a intentar combatir este problema.

Soy profundamente conservacionista. Creo que tenemos el deber y el derecho de preservar nuestro entorno con un amor vivo al paisaje… y al paisanaje. Cualquier doctrina que con cualquier excusa trate a cualquiera como un cáncer, o a la humanidad como un mal a extirpar es altamente contaminante. Estoy seguro de que el Papa, como buen católico, está en contra de todo puritanismo, empezando por los de nuevo cuño.

Los ejemplos anteriores muestran que la palabra realismo es polisémica y puede cobijar realidades muy diferentes.

Eso es indudable. Hay que trazar una línea y podría ser la del amor. Por un lado, quien, a pesar de todo, ama la realidad, el mundo, la vida, al ser humano, los sexos. Y por otro, quien tiene una sorda relación de rechazo a la realidad tal y como es, con sus leyes de gravedad y sus principios de no contradicción y de causalidad. El nombre de «Utopía» está muy bien puesto. ¡Como que lo puso Santo Tomás Moro! El realismo del que hablo es el que se siente a gusto en sus dimensiones de tiempo (pasado, presente y futuro) y de espacio (hogar, patria, civilización). Realismo viene de arraigo.

Entremos ahora en materia con cada uno de los asuntos que regresan. Lo primero que llama la atención es el retorno de la familia, tan denostada y criticada como el foco de todas las neurosis y represiones imaginables.

Permítame un mínimo orgullo de conservador. La familia no se ha ido nunca, por muy vapuleada que haya estado como institución. Lo que vuelven son la conciencia de su importancia y la firme disposición a defenderla.

Quizás la crisis de 2009 y ahora el Covid han contribuido a rehabilitarla.

En efecto, en las crisis, la familia se muestra como lo que es: un baluarte. Lo bueno es que para sentir eso no hace falta una crisis económica o sanitaria global. En nuestras inevitables crisis personales, también la familia se alza como la gran protección.

Lo más novedoso es lo que defiende Gregorio Luri, quien afirma que una familia corriente es un chollo psicológico.

Muy bien Luri, como siempre. No es sólo la cobertura económica, sino la psicológica (saberte querido por ser tú mismo), la educativa, la estética, la moral, la identitaria…

En estas semanas hemos asistido a un inusual -al menos en los últimos años- debate sobre la natalidad, impulsado por la escritora Ana Iris Simón. Una de las sorpresas mayores ha sido descubrir que existen muchas personas de distintas tendencias para las que resulta problemático apoyar la natalidad.

Ese rechazo irracional a la natalidad es el elefante en la habitación de las sociedades europeas, así que ya era hora. Lo interesante de Ana Iris Simón es que en su libro Feria deja muy claro que el deseo de un hijo arranca de mucho más lejos que de una necesidad personal, o de una cuestión geopolítica o de sostenimiento del Estado del Bienestar. Viene de los abuelos y de los padres de los abuelos, de la conciencia de pertenecer a una estirpe y a un paisaje, de la sombra de un árbol que plantó el padre de tu padre y cuya sombra es de ella y heredará su hijo, como recordarán quienes hayan leído Feria.

Esa idea de pertenecer a una estirpe y dar continuidad a un legado parecía haber desaparecido en la conciencia contemporánea.

Cierto. He aquí una verdadera novedad. Una rebelión irónica, personal, sutil contra el igualitarismo de la Revolución Francesa y su fraternité sin padre. La figura del padre se alza como uno de los temas esenciales del cine contemporáneo y de las novelas y de las series. Preparé una antología de poemas al padre en la poesía hispanoamericana (Tu sangre en mis venas, Renacimiento, 2017) y fue una sorpresa mayúscula comprobar que, cuanto más nos acercábamos a nuestros días, más y más poetas escribían más y más poemas a la figura paterna.

En contra de la natalidad se han esgrimido argumentos de todo tipo: desde medioambientales (tener hijos es una irresponsabilidad ecológica), hasta igualitarios (apoyar la natalidad puede ser discriminatorio) o feministas (supone reforzar el rol tradicional de la mujer como madre). Apena.

A mí no me apena. Lo veo lógico. Creo que era un debate silenciado porque los argumentos contra la paternidad no se sostienen a plena luz del día. Tienen algo de vampírico: ni se ven bien en los espejos, ni aguantan la mirada del sol. Viene muy bien que se obligue a la mentalidad antinatalista de nuestro tiempo a exponer sus razones. Oyéndolas no hace falta clavar al antinatalismo la estaca en el corazón. Se disuelve solo, polvo y cenizas.
Respetando, por supuesto, las vocaciones personales —que son sagradas, en muchos casos literalmente— de quienes renuncian a tener hijos. Me importa mucho que nadie crea que yo (ni Ana Iris, ni nadie, hasta donde sé) quiera imponer la natalidad a nadie por decreto.

Vuelve también una cierta idea de que necesitamos sentirnos vinculados a algo distinto y superior a nosotros mismos: la necesidad de los vínculos de pertenencia comunitarios.

¿He dicho ya que «las cosas naturales siempre vuelven»?

Habrá que explicar mejor entonces qué entendemos por ‘cosas naturales’.

El hombre es un animal político (Aristóteles) y, por tanto, es dulce y honroso morir por la patria (Horacio), etc. No hay un darwinismo más acrisolado, si me permiten la cita ligeramente irónica, que el de la Tradición. Aquellas cosas que han pasado de padres a hijos han demostrado a lo largo de los siglos que funcionan. Porque, además, ¿qué padre le daría a un hijo una serpiente cuando le pide un huevo?

Cuando hablamos de comunidad humana nos enfrentamos a dos problemas: negarla en nombre del individuo, o suplantarla en favor del Estado.

Edmund Burke y sir Roger Scruton disipaban esos dos problemas de un solo manotazo, como las moscas de El sastrecillo valiente. Una sociedad civil sana se llena de pequeñas comunidades escalonadas que surgen de la libertad creativa y asociativa de los individuos (fuera el primer problema) y que son tantas que funcionan, en realidad, como protección frente al poder invasivo del Estado, que se quiere único. Con todo, por mucho que nos haga gracia el sintagma «little plattoons» de Burke, no pequemos de anglobobismo. Es una solución que habían articulado con mucha hondura el pensamiento tradicionalista español (véase don Álvaro d’Ors) y el principio de subsidiaridad del Magisterio Social de la Iglesia.

Por si fueran pocos todos los eternos retornos mencionados hasta ahora, vuelven también las virtudes, defendidas por Victor Lapuente, desde una perspectiva estrictamente civil, en su Decálogo del buen ciudadano.

Qué libro más interesante. Tiene un gran empeño en la equidistancia, pero al menos no hace trampas con los extremos con los que quiere equidistar. El joven pensador se marca un «veluti si Deus daretur» (Vive como si Dios existe) como una catedral. Necesitamos (exista o no) de Dios, viene a decir. Y de la patria también.

Pero las virtudes, ¿por qué cree que vuelven?

Porque no queda más remedio. Por lo mismo que vuelve uno a respirar en la superficie después de un rato buceando. Porque sin las virtudes el alma se asfixia, la vida social se vuelve insoportable y las naciones se diluyen. Es muy ilustrativo ver cómo la serie Juego de Tronos, que se pretendía un monumento al relativismo, al maquiavelismo, a lo gore y al cinismo fue adquiriendo, temporada tras temporada, perfiles más cercanos a la caballería y a los viejos ideales. Al final existían el bien y el mal y el amor, el sacrificio y la nobleza. Los guionistas se resistían, pero el espíritu de la narración se impuso.

Nos vendieron que prescindir de todas estas cosas era liberador, pero parece que algo ha fallado, porque estamos especialmente descontentos.

Es que, por fallar, ha fallado hasta el presupuesto de principio: ahora no somos más libres. No sólo es que nos haya fallado la felicidad, como efecto inesperado, que también. Ahora tenemos un sinfín de normas de conducta, reglamentos, decretos, estados de alarma. El marqués de Valdegamas ya avisó de que la falta de presión moral del individuo generaría un Estado tiránico, y se ha cumplido. No me extrañan los aires de Fronda porque nos están asfixiando.

¿Hay esperanza entonces?

Y más que la va a haber. Esto no ha hecho nada más que empezar
Por ahora tenemos encima la maldición china, esto es, la de unos tiempos interesantísimos y, por lo menos, no vamos a aburrirnos ni un minuto.
La esperanza que importa, la virtud teologal, no se pierde, D. m., nunca. Pero la esperanza por la que me pregunta, aquí y ahora, también va a dar juego. Cada vez hay más personas, de todo signo y condición, que sienten la necesidad y la urgencia de cambiar el rumbo de la modernidad.

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