El reino de Dios comienza desde lo pequeño. Su origen es insignificante, sin importancia. Es como la semilla de mostaza, la más pequeña de las semillas:
Lo compara con la semilla de la mostaza, la más pequeña de todas. Y de ella brota un árbol inmenso.
Siempre me conmueve el poder de esta semilla insignificante. El origen en Dios siempre es pequeño.
El comienzo de la Iglesia fue pequeño, unos hombres rudos y un hombre muerto en la cruz. Así ha seguido siendo a lo largo de su historia. El inicio pequeño de una semilla pequeña.
A menudo me quejo de mi falta de formación, de mi carencia de medios para enfrentar la vida.
Ninguna comunidad religiosa en la Iglesia ha desaparecido por falta de medios económicos. Y sí muchas han muerto por tener demasiados bienes y medios.
La comodidad engendra el ocio y el ocio lleva a los vicios. Y entonces la planta muere porque ha dejado de mirar al cielo.
Lo más pequeño puede ser el origen de lo más grande. Dios lo puede hacer posible. Eso es lo que me da paz.
No necesita Jesús que sus apóstoles sean hombres poderosos en Jerusalén. No requiere personas muy formadas y doctas.
Necesita sólo corazones dóciles, abiertos y generosos. Comenta san Ignacio de Antioquía:
La grandeza de alma tiene que ver con esa semilla pequeña. Corazones grandes pero débiles. Sueños inmensos en cuerpos pequeños y frágiles.
No importa porque Dios puede hacer crecer la vida desde la muerte y logra que de una semilla insignificante surja un árbol inmenso.
En él anidarán los pájaros buscando sombra. No morirá este árbol frondoso con las heladas. Se mantendrá firme desafiando el tiempo.
Un árbol sin miedo a ser destruido. Dará ramas fuertes. Y muchos encontrarán en él un descanso, un abrigo. Me gusta esa imagen.
Sólo requiere Dios para empezar de nuevo el sí de una semilla insignificante. No importa que no tenga fuerza en apariencia. Su potencial es inmenso.
Así es el reino que desestabiliza el poder humano y crea una estructura diferente. Es un reino que surge desde los pequeños, desde los sencillos, desde los que no buscan el poder humano y confían sólo en el poder de Dios.
Los desechados por el mundo son importantes para Dios. Leía el otro día:
Es el suyo un reino que está sostenido por el amor fraterno. Ya no hay miedo a perder el poder y la hegemonía.
Ya no teme el poderoso perder su lugar porque en ese reino cada uno ocupa con humildad el lugar que le corresponde y no ansía otros puestos mejores.
En este reino todos son amados por su belleza, por su grandeza. No importa mi aspecto ni mi indignidad. Me siento amado por lo que soy, por Dios, por los hombres.
No importa tampoco mi pecado, porque Dios construye sobre hombres frágiles que han caído más de una vez.
Sólo importa la grandeza de mi alma. Que tenga un corazón grande que sepa amar con la medida de Dios. Esa forma de amar es la que merece la pena.
Es un reino en el que todos caben. No hay diferencias. No hay rupturas.
Dios los ama a todos. A los pequeños, a los débiles, a los pecadores. Y busca almas que estén dispuestas a dar la vida por amor. De ellos brotará un reino en el que todos tendrán paz y descanso.
Esa forma de entender la vida me gusta. Un reino en el que el hombre encontrará su lugar. Sin prisas, sin pausa todo se irá desarrollando.
A veces me parece que en mi mundo es más poderoso el mal que el bien, la injusticia que la justicia.
Pero no son las categorías humanas las que lo mueven. Sólo Dios sabe cómo se va dando la trama.
Sucede este reino en el corazón del hombre. Es difícil saber cuándo está creciendo. Porque se hace más fuerte desde la renuncia. Y en la forma de vencer las adversidades se hace más hondo.
Es un reino tan distinto que me conmueve. Quiero dejarme hacer por esta nueva forma de entender la vida. Sólo con esta nueva mirada seré más feliz y pleno.