Francesc Torralba (Barcelona, 1967), filósofo, teólogo, pedagogo, es una de las mentes más brillantes de la actualidad hispanoamericana.
Profesor en la Universidad Ramon Llull y conferencista invitado en universidades de España y América Latina, es miembro del Comité Científico del Consorcio Católico de Aleteia que busca orientar a la comunidad católica sobre la vacuna de la Covid-19.
Torralba, quien está casado y es padre de cinco hijos, además de corredor de fondo y ciclista de carretera y de montaña, ha escrito más de cien libros.
Entre ellos es posible destacar los 22 textos que componen la Biblioteca Torralba (Editorial Milenio) que abarcan temas monográficos desde “El esfuerzo” hasta “La espiritualidad”, así como los títulos destinados a explicar los diversos registros de la llamada Inteligencia Espiritual.
Durante la pandemia –cuando la humanidad se encontraba en vilo, haciéndose preguntas sobre el futuro—Torralba, en la mejor tradición de la filosofía, escribió Vivir en lo esencial (Plataforma Editorial, 2020), texto en el que se destaca que “las crisis son ocasiones para auditar nuestra forma de vida y abordar el futuro desde una nueva mentalidad”.
Y se pregunta este libro (lo mismo que le preguntamos a continuación): “Sabemos que cuando esto pase nada será igual. ¿Y si fuese mejor?”
El mundo contempla una carrera trágica para vacunar a personas contra la Covid-19. Y digo “trágica” porque, mientras en los países ricos la vacunación va a un ritmo acelerado, en África no hay vacunas (Sudáfrica, la mayor economía y la que tiene más casos de coronavirus en el continente, apenas lleva 0.8 por ciento de su población con esquema completo, según la Johns Hopkins). ¿Qué nos demuestra esto?
La gran asignatura pendiente de nuestro planeta es la justicia distributiva.
Ahora observamos este drama respecto a la vacunación, pero la injusticia estructural entre el Norte y el Sur del planeta es endémica y se expresa de múltiples modos.
El principio de justicia es fundamental en la ética mundial. Todo ser humano posee una dignidad inherente más allá de su ubicación física, de su nacionalidad o de su color de piel. Eso es lo que nos une, esta idéntica dignidad.
Sin embargo, la verdad fáctica es otra. Hay ciudadanos de primera clase y ciudadanos de segunda.
Esta diferencia estructural se ha observado ya en toda la gestión de la pandemia.
Mientras algunos ciudadanos del mundo gozaban de un Estado de Bienestar y podían ser atendidos en hospitales públicos, sin coste alguno, otros no tenían ninguna opción y solo podían ser atendidos si disponían de recursos económicos privados.
La injusticia estructural clama al cielo, pero lo dramático es que se trata de una pandemia y todo está interconectado, lo que significa que para conseguir la inmunidad de rebaño es imprescindible vacunar a toda la población mundial, lo cual es una tarea sin precedentes en la historia de la humanidad, un examen de primer orden.
En este panorama, ¿qué se debe hacer –y quién podría liderar este movimiento—para que países como Nigeria, con 200 millones de habitantes y 0.1 por ciento de su población vacunada, puedan evitar una brutal mortalidad por contagio masivo de la Covid-19?
Debe ser un órgano de naturaleza internacional capaz de articular una política global en coordinación con las grandes compañías farmacéuticas. La ONU sería el actor principal.
Se debe crear un sistema de solidaridad interno que haga posible esta justa distribución, tiene que darse una implicación a fondo de las compañías farmacéuticas en el desarrollo de su responsabilidad social a nivel global.
No cabe duda que la investigación tiene un coste, como también lo tiene la distribución de la vacuna a todos esos países.
Es fundamental que los Estados más ricos del mundo se impliquen en esta política solidaria global y también las grandes fortunas del planeta.
Es la ocasión de demostrar que puede existir una ética mundial más allá de los intereses tribales, regionales y económicos.
Vivimos en un mundo global y necesitamos una ética global. Existen distintos modelos legítimos de esta global ethics.
Hans Küng ha teorizado sobre ello, pero también Johann Batpist Metz, Leonardo Boff o el papa Francisco en Fratelli tutti.
No podemos ignorar lo que ocurre más allá de nuestras fronteras nacionales, aunque solo sea por razones egocéntricas.
En el mundo que vivimos todo es interdependiente y si la injusticia estructural persiste indefinidamente, todo se verá afectado, también la cómoda vida de los ciudadanos del cono Norte.
Esto me lleva a plantear otra cuestión: ¿es ético que mientras en países pobres no haya vacunas, en el Estado de Ohio, por ejemplo, el gobernador republicano Mike DeWine, prometa cinco premios de lotería de un millón de dólares para que los indecisos se vayan a vacunar?
Es un modo de incentivar a la población para que se vacune. Me parece obsceno, pero frente a los resistentes a la vacunación, puede ser un estímulo a vacunarse.
A veces no basta con la información científica, ni con la persuasión de los responsables políticos y los líderes sociales. Se necesita un refuerzo positivo y el dinero acostumbra a funcionar como zanahoria.
Desde una mirada global, la propuesta es obscena, pero forma parte de una obscenidad que está instalada en nuestro planeta.
La diferencia salarial entre los ciudadanos del Norte y los del Sur es abismal, como también lo son las condiciones de trabajo y de vivienda.
Resulta obsceno que una estrella de fútbol perciba un sueldo astronómico, mientras que una enfermera que se deja la piel para aliviar el sufrimiento de un anciano dependiente apenas pueda alimentar a su familia.
El movimiento antivacunación, a partir de argumentos falaces y contradictorios, paracientíficos e ideológicos, ha cuajado en ciertos subconjuntos de la población, especialmente en la más vulnerable desde el punto de vista social y educativo, con lo cual se teme que se resistan a la vacunación y dificulte el proceso de curación global.
Se ha demostrado que si hay pago por donar sangre, por ejemplo, es eficaz (ante la ausencia de donadores voluntarios), pero ¿es lícito pagar, dar becas, hacer lotería, etcétera, por cumplir una obligación moral y por el bien de los demás?
Falta consciencia ética, sentido de la responsabilidad. Percibimos al otro como a un ser extraño que nada tiene que ver con nuestra vida y nuestro destino.
La experiencia ética nace cuando uno se siente fraternalmente unido al otro, cuando el otro se convierte en cómplice, o mejor todavía, en frater.
La cerrazón en uno mismo, el solipsismo monádico, la vida autorreferencial nos aísla de los demás, nos ubica en la propia burbuja y nos hace ajenos a los problemas de los otros.
Entonces tenemos que despertar el sentido de comunidad con incentivos económicos y sociales, porque falla la consciencia ética, porque el individualismo se impone como forma de vida.
Es lícito, naturalmente, ofrecer incentivos, pero es un mal menor. La clave es la educación de la ciudadanía. La sensibilidad ética debe ocupar un lugar central en el proceso educativo.
En un mundo global, necesitamos ciudadanos con una visión cosmopolita, con sentido de humanidad y de fraternidad, con capacidad para dar lo mejor de sí mismo a los demás.
La ética es responsabilidad, es donación, es salida de uno mismo, respuesta a la llamada del otro vulnerable.
Finalmente, doctor Torralba, en muchos lados se habla de ingresar en la “nueva normalidad”. ¿En verdad había alguna señal de “normalidad” antes de la pandemia? ¿Cómo imagina usted “otra” normalidad después de todo esto; una normalidad más cercana al corazón humano?
La idea de normalidad ha sido muy cuestionada por los filósofos del siglo XX. Lo que es normal en Europa, no lo es en Asia. Lo que es normal en Suecia, no lo es en Perú.
La normalidad de algunos es la tragedia cotidiana de otros. Debemos cuestionar la misma idea de normalidad.
La desigualdad Norte-Sur se ha convertido en una normalidad, porque es endémica y vivimos instalados en ella.
En algunos países, es normal la violencia de género, el maltrato a los ancianos, el suicidio de adolescentes y jóvenes, la explotación laboral de los jóvenes talentos, el maltrato a los animales.
Lo normal es lo que se repite y se instala como una rutina en la sociedad, pero esto no significa que sea lo óptimo, lo deseable.
En las sociedades del Norte, el hiperconsumismo se ha impuesto como régimen de vida.
Es normal consumir mucho más de lo que se necesita para vivir, pero esta forma de vida no es deseable, ni puede universalizarse como ideal.
Consumir alcohol o tóxicos para pasarlo bien un viernes por la noche es normal en muchos entornos juveniles, porque es lo común, pero no es lo deseable, ni lo ideal desde el punto de vista médico y social.
Tenemos que repensar a fondo nuestra idea de normalidad y tener la audacia de reconocer el carácter excéntrico y monstruoso que tienen algunos hábitos sociales y costumbres instaladas en el cuerpo social.