"He vuelto a Santa Marta y, poco a poco, me voy recuperando". El mensaje escrito a mano del papa Francisco lleva la fecha del domingo 18 y va dirigido al arzobispo Joseph Bettencourt, nuncio apostólico en Georgia y Armenia. Es la primera vez que el Papa habla de su salud y es una confirmación de que la convalecencia va bien.
El Papa en el Ángelus desde el hospital Gemelli, se había limitado a agradecer las oraciones de los fieles, alabando el servicio sanitario "accesible a todos y gratuito", mientras que el domingo, en el primer Ángelus desde su regreso al Vaticano, lució sereno y alegre cuando se detuvo en la importancia del verdadero descanso.
Este episodio, nos ha hecho reflexionar sobre el tiempo y el dono precioso detrás de cada respiro. Muchas veces eludimos el razonamiento sobre la muerte y la enfermedad, que no espera a caernos como ‘balde de agua fría’ cuando alguien querido está enfermo o nosotros mismos lo estamos.
Las personas tienen fecha de caducidad, como la fecha en tu cartón de leche, debajo de la tapa cada uno tiene insondable el dia, el mes y el año del ultimo suspiro.
La leyenda cuenta que el novelista francés Marcel Proust (1871-1922), predijo el año de su muerte (por azar probablemente, sin tratarse de un suicidio), así consta en una carta enviada a un amigo que vivía en New York años antes.
En realidad hasta los santos tienen fecha de caducidad: San Agustín cuando era niño sufrió un mortífero dolor de estomago y las plegarias y las lágrimas de su madre le salvaron, además siendo ya hombre andariego le donaron la conversión a una vida plena de significado: “Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. ” (Confesiones XI,19).
Santo Tomás de Aquino que bebió de la fuente de los filósofos griegos desarrolla una visión fortificante: "Los seres dotados de inteligencia desean existir siempre y un deseo natural no puede existir en vano".
Normalmente, la idea de la muerte es perturbadora. Morimos cada día y cuando amamos, soñamos, reímos, construimos cosas buenas y para los demás, vivimos de forma trascendente y cercana a Dios. Es un cambio de actitud ante lo inevitable.
La muerte no está bajo nuestro control, en cambio, Proust diría que si está bajo nuestro control cómo pensamos vivir cada día hasta el óbito.
El miedo, no es malo, usado a ventaja, hace que nos movamos reflexivamente, sin dejarnos paralizar, en el uso sabio del tiempo que es un devorador glotón de incertidumbres, nostalgias, y vaga diversión, donde por ir de prisa no damos peso a las relaciones auténticas y el dolor ajeno.
La muerte de un padre o de una madre empuja en la adultez; se llora hasta quedar sin lagrimas, ese recuerdo y enseñanzas viven, hacen crecer. Hay un poder en la semilla que muere: la parábola del grano de mostaza ilustra el bien detrás del crecimiento en la virtud y en el amor.
El papa Francisco ha recordado que Jesús siempre plantea el horizonte del amor y de la caridad que no es para "unos pocos privilegiados capaces de llegar al conocimiento deseado o altos niveles de espiritualidad”. Y afirma perentorio: “Quien no sirve para servir, no sirve para vivir”.
La idea de la muerte y del dolor cambian sí se ve desde la perspectiva de la esperanza, la fe y la de la caridad; virtudes ampliamente desarrolladas por Santo Tomás de Aquino. Aprender a vivir, es tan importante como también lo es sobrellevar la enfermedad, la vejez y compartir el dolor. Emblemáticas fueron las imágenes del Papa en su estadía en el hospital romano Gemelli confraternizando con otros pacientes.
Procedemos del polvo cósmico, decía el astrónomo Carl Segan. “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás”, (palabras de imposición de la ceniza). El escritor estadounidense, D.Parker pidió pícaro en su epitafio: "Excuse my dust" (Perdón por el polvo). La voluntad de vivir para morir con la ‘sonrisa en los labios’, decía una canción popular, es proporcional al significado que demos al tiempo usado para compartir con los demás.
Quizás aspirar a alcanzar la bóveda celeste y ya decía un poeta: 'anclar nuestro carro a una estrella', mientras surcamos los cielos de lo posible en la amistad, el matrimonio, la familia, los hijos, el trabajo y las relaciones auténticas con todos; desde el más pequeño hasta el más frágil de los hombres.
La muerte no es una enfermedad que se debe curar como insiste el transhumanismo con todos sus juegos genéticos, tecnológicos y cálculos. Además porque se pierde la esencia de lo humano. El escritor italiano G. D'Annunzio (1863-1938) nos enseña: "Las grandes enfermedades del alma, como las del cuerpo, renuevan al hombre; y las convalecencias espirituales no son menos dulces y milagrosas que las físicas." (L'innocente, II).
La trascendencia no es descargable en una App, jamás la sabiduría espiritual entrará en un ordenador o este llegará a tener la capacidad de conmover el corazón y mover el alma: es suficiente pensar solo al olor de las galletas horneadas por la abuela y a sus caricias consoladoras después de una caída; sin más mediación que la conjunción cósmica con aquello que es eterno e infinito: el amor gratuito, sin 'uno' y 'cero'.
Proust el hombre niño “En busca del tiempo perdido”, dice lo suyo: “Nuestro corazón tiene edad de aquello que ama”. Y sin rendirse a la enfermedad constata: “Somos sanados del sufrimiento solamente cuando lo experimentamos a fondo.” Mientras que Teresa de Avila (1515-1582), mística española, nos invita a un salto en la fe para perder el miedo a lo inevitable: "Ven muerte, tan escondida / que no te sienta venir/ porque el placer de morir / no me vuelva a dar la vida".
Por ultimo, "pensar en nuestra muerte" no es malo, confirma el Papa Francisco; de hecho, afirma: "vivir bien cada día como si fuera 'el último' y no como si esta vida fuera 'una normalidad' que dura para siempre, podrá ayudar a encontrarse verdaderamente listos cuando el Señor llame. " (Santa Marta, 17.11.2017).