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La avaricia, la envidia y el sentido de los regalos en nuestra vida

PREZENT DLA DZIECKA
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Enrique Anrubia - publicado el 20/01/22
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La avaricia no afecta solo al regalo y a la presencia de los demás como un regalo, sino a la felicidad de quien la padece

De las muchas acepciones que la Navidad tiene para los cristianos una es “la presencia de Dios en el mundo”. Estar presente hace justicia a lo que celebramos y cómo celebramos la Navidad: con presentes entre los presentes. Nos regalamos porque entendemos que la presencia de Dios y, por extensión, todo nacimiento es un regalo. Y así dicen los padres a sus hijos, a quienes tildan todas las Navidades como su mejor regalo. La presencia de un hijo es hacer del hijo el mejor presente. Por eso, el mejor regalo para los demás y lo que en último término festejamos es la presencia de los demás. Los hijos son un regalo para los padres, y todo nacimiento es una festividad.

Los griegos y los romanos decían que la mortalidad daba forma a la condición humana y, sin dejar de ser cierto, cabe enfatizar aquello que sugería Hannah Arendt de que también todo nacimiento genera una nueva y completa comprensión de lo humano. Morimos, ciertamente, pero no menos cierto que nacemos. Por eso, si el nacimiento es presencia y presente, a la muerte se le ha tildado de la ausencia de toda presencia. Ambos fenómenos, el uno por exceso y el otro por defecto, son los hitos de nuestra existencia y, si se apura, los primeros lugares desde donde entendernos.

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Esa llamada mutua de muerte y nacimiento sucede también en la tradición cristiana de forma similar, pues “hágase en mí según tu palabra” de la Anunciación apunta al “que no se haga mi voluntad sino la tuya” de la Pasión. En cierto modo, pero en su justo reverso, muerte y nacimiento son excesos de la vida. El nacimiento como exceso de un mundo que se vuelve inédito por la aparición de una nueva vida, la muerte como exceso de una vida que no es suficiente para ese mismo mundo. El mundo, no es solo un lugar físico, sino el lugar en el que la vida y la muerte lo exceden.

Algo parecido sucede con los regalos, es decir, con los presentes: que son un exceso. Un regalo que fuera hecho por obligación o por compensación dejaría de ser regalo por eliminar la esencia gratuita del regalar mismo. Si se está obligado a regalar entonces no es un regalo. Casi en el mismo sentido, los regalos que solo tienen sentido útil son considerados, aun siéndolo, menos regalos. Regalar algo porque el otro lo necesita es no adivinar del todo que regalar es lo que está más allá de la mera necesidad.

Es fácil de comprender esta idea en los banquetes de Navidad que, por ser de Navidad, son un exceso o han de rebosar toda necesidad. Nuestros regalos y nuestras mesas llenas de manjares exceden la vida del mundo llevándola a una plenitud y una alegría: la alegría de la presencia y del nacimiento de quienes nos acompañan y de quienes nos han acompañado en nuestra vida.

Posiblemente Navidad sea el único momento donde el cumpleaños de Otro, de Cristo, nos incita a que demos regalos a quienes curiosamente no cumplen años, lo que posiblemente sugiera que de cierta forma en el que cumpleaños de ese Niño se concilien todos los cumpleaños del mundo. Así que pertenece a la Navidad el dar y recibir por exceso y libremente a lo que por exceso y libremente aparece en nuestro mundo: la presencia de nuestros seres queridos por el regalo y exceso mismo que es el nacimiento de Dios.

Todo esto sugiere que el mayor enemigo de la Navidad no es tanto las disputas familiares, los desencuentros y las rencillas que dificultan nuestra relación sino aquellos defectos que van contra el hecho mismo del regalar y de la presencia. La tradición cristiana situó muy certeramente como pecado capital en ese sentido a la avaricia.

Si bien es cierto que la avaricia tiene el rostro del acopio desenfrenado de riquezas, existe un sentido más profundo de esta que revela su acérrimo antagonismo con el sentido de la Navidad.

Quizás nadie como Dickens con su “Cuento de Navidad” supo verlo mejor literariamente, y ningún otro personaje como Scrooge revela tanto que el avaricioso es el gran enemigo del espíritu navideño. Cuando el sobrino de Scrooge le visita y la invita a pasar Nochebuena, Scrooge le dice: “‘¿Qué derecho tienes a ser feliz? ¿Qué motivos tienes para estar feliz? Eres pobre de sobra’. ‘Vamos, vamos’, respondió el sobrino cordialmente, ‘¿Qué derecho tienes a estar triste? ¿Qué motivos tienes para sentirte desgraciado? Eres rico de sobra’”. Y es que la avaricia no afecta solo al regalo y a la presencia de los demás como un regalo, sino a la estructura íntima y total de la vida de las personas que la padecen, es decir, su felicidad.

Qué hay de distinto entre la avaricia y la envidia

Muchas veces la avaricia se confunde con la envidia, y pese a ser semejante, su contraste permite adivinar lo propio del avaricioso. Aunque muchas veces avaricia y envidia se dan a la vez con mayor o menor intensidad, se puede decir que la envidia es nuestro deseo desmedido e inapropiado por lo que es suyo, de otro, mientras que la avaricia es el deseo desmedido por lo que creemos erróneamente nuestro.

Por ser un deseo inapropiado la envidia busca apropiarse de lo que sabe que no es suyo. Pero algo distinto sucede con el avaricioso. Aun siendo hijas de una misma familia (apropiarse), la avaricia y la envidia son fácil distinguir por la forma en que afectan a la conciencia de quien las padece precisamente, en lo más propio de una apropiación indebida: en lo suyo y en lo mío.

El envidioso sabe que lo que desea no le pertenece, así que incluso para sí mismo da perfecta cuenta de su malicia y, por eso mismo, decimos que la envidia corroe por dentro a quien la padece. No así el avaricioso, que cree que lo que desea y no tiene, le pertenece, y por eso es ignorante a su propia avaricia. Mientras que el envidioso detecta su envidia corrosiva, el avaricioso no sabe que es avaricioso y tenderá, casi por seguro, a negar su propia avaricia.

Hay más inteligencia sombría y maliciosa en la envida que en la avaricia, aunque una y otra suelen comparecer simultáneamente. La deformación de la inteligencia de la avaricia se muestra en que el avaricioso tiende a inventar historias para su propio provecho, que es lo que Santo Tomás dice cuando la avaricia suele traer asociada la mentira mientras que la envidia suele conllevar la murmuración. El avaricioso se inventa mentiras de sí mismo que se cree, el envidioso conspira contra las verdades de los demás.

Si el avaricioso cree que solo existe lo mío, y existe multiplicándose, entonces el avaricioso no es capaz de ver a los demás, ni sus necesidades. El avaricioso es en general tacaño y cicatero, posiblemente asceta hasta la extenuación consigo mismo: no ve al otro ni su necesidad, pero tampoco gasta en sus necesidades, porque efectivamente, no sabe lo que necesita: “A un hombre le basta con dedicarse a sus propios asuntos sin interferir en los de los demás. Los míos me tienen a mí continuamente ocupado”, dice Scrooge a los caballeros que le piden una donación para los más necesitados.

Por eso, dice Santo Tomás, la avaricia produce deslealtad y engaño a los demás, porque para el avaricioso los demás son solo obstáculos que hay que derribar.

Visto así, la avaricia es la ruptura del sentido comunitario cristiano que precisamente la Navidad ofrece al mundo como regalo, y, por lo mismo rompe la posibilidad del cristianismo mismo. Porque si todo lo dicho hasta ahora es verdad, la avaricia muestra que el cristianismo se define por ser una Navidad constante y permanente y no solo un momento del año. Ser cristiano es pues entender el mundo como regalo y la generosidad como la forma de ser de nuestra piel. La Navidad queda rota en cada momento de nuestra vida en el que no entendemos que estamos hechos para darnos a los demás como el regalo que somos para ellos.

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