En la misa dominical me gusta sentarme cerca del oratorio donde tienen el sagrario.
“Si las personas superan quién está allí”, me digo, “tendrían que colocar custodios en la puerta para que no abarroten el pequeño lugar cientos de miles de creyentes, deseosos de estar con Jesús”.
Pero suele pasar vacío. Y Jesús queda abandonado en ese sagrario. Y es porque no sabemos quién habita el sagrario, un prisionero de amor que dio su vida por nosotros.
Consuelo, amor... y también inspiración
En sus apariciones a santa Margarita de Alacoque, Jesús le reveló que lo que más le hace sufrir de nuestras actitudes es “la indiferencia a su amor”.
Me siento cerca del oratorio para consolar su Sacratísimo Corazón y decirle que le quiero.
“Te quiero Jesús. Gracias por ser mi amigo”, le digo, desde mi banca en aquella iglesia. Y a veces siento como si respondiera: “Te quiero Claudio. Gracias por ser mi amigo”.
No recuerdo si te lo había contado antes, pero estos artículos y mis libros de crecimiento espiritual, suelo escribirlos en mis visitas a Jesús en el Sagrario y durante las Eucaristías.
Es en esos momentos cuando me llueven ciento de ideas, tantas que no soy capaz de retenerlas todas y anoto las que puedo.
¿Cómo comulgamos?
Hoy durante la misa me volvió a ocurrir, pero fue diferente. Sentí como si Jesús me dijera desde el sagrario: “Observa, Claudio”.
Vi a las personas comulgando apresuradamente. Se quitan el barbijo y se llevan la hostia a los labios, se colocan el cubre bocas y caminan hacia sus puestos. No comprendía qué debía observar. Y vi de nuevo. Y comprendí.
Era una comunión apresurada. Casi nadie revisaba la palma de su mano en busca de partículas de hostia consagrada. Cada una es Jesús. Y se marchaban a sus puestos.
¿Tenemos conciencia de que recibimos al Hijo de Dios?
Me enterneció una joven que se arrodilló. Miraba a Jesús con tanto amor y ternura... Llevaba un pequeño corporal sobre la palma de su mano.
Nunca tocó a nuestro Salvador con sus manos. Tomó la hostia directamente con su lengua en el corporal. Se devolvió a su banca lentamente con una profunda devoción.
Hermano sacerdote:
Gracias por ser sacerdote, por amar tanto a Jesús y dedicarle tu vida.
Te pido humildemente: háblanos otra vez sobre la forma devota en que debemos recibir a nuestra Señor en la sagrada Comunión.
No te canses de hacerlo. Enséñanos a tratar con cariño y respeto a Jesús. Así seremos dignos de convertirnos en Sagrarios vivos.
Mira a tu alrededor. Necesitamos una catequesis sobre la “presencia real de Jesús” y el respeto al momento de recibirlo, el cuidado de revisar las palmas de nuestras manos en busca de alguna partícula, la necesidad de permanecer en devota oración luego de comulgar.
Amable lector de Aleteia, en la Sagrada Comunión nos espera Jesús. Ámalo mucho, trátalo con respeto y amor. Haz que se sienta amado.
Te quiero Jesús, no me cansaré de decírtelo.