Hace unos días, el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, reconocía ante el rey Felipe VI en la cumbre de la OTAN la importancia que los españoles tuvieron en el proceso de independencia. No le faltaba razón.
Uno de los héroes españoles protagonistas de aquella época fue Bernardo de Gálvez, cuya victoria en la Batalla de Pensacola, en 1781, fue tan determinante que terminó siendo nombrado ciudadano honorífico y su retrato se colgó en la sala de los fundadores del Congreso de los Estados Unidos.
Por aquel entonces, Bernardo de Gálvez había empezado a asumir tareas en la gobernación de Luisiana, sustituyendo al gobernador Luis de Unzuaga. En 1777 se había casado con una joven francesa de la que se había enamorado desde el primer momento en el que la vio. Cierto es que el matrimonio era muy beneficioso para el joven militar pero el amor surgió entre ambos, haciendo del suyo un vínculo extraordinario.
La joven se llamaba Felicitas de Saint-Maxent y había nacido en 1758 en el seno de la familia más rica y poderosa de Nueva Orleans. Su padre, Gilbert Antoine de Saint-Maxent, uno de los fundadores de la ciudad de San Luis, era un próspero comerciante casado con Elisabeth La Roche, con quien tuvo una amplia prole de once hijos. Cuando se casó con Bernardo de Gálvez, tenía solamente diecinueve años.
Felicitas tenía entonces una hija de su primer matrimonio con el francés Jean-Baptiste-Honoré Destrehan, que había fallecido poco tiempo antes. Su hermana, Isabel de Saint-Maxent era esposa de Luis de Unzuaga. Ambas mujeres, como toda su familia, eran devotos y cultos.
En el invierno de 1777, Bernardo ya había confesado su amor por la joven Felicitas. Gravemente enfermo, no quiso esperar a formalizar su relación y le pidió que se casaran en secreto cuanto antes.
El cura de la parroquia de San Luis de Nueva Orleans aceptó el deseo del gobernador quien, temeroso de poder fallecer, quería contraer nupcias con su amada Felicitas. No fue hasta 1781 que recibieron la bendición nupcial de manos del Obispo de la Habana para ratificar que el suyo había sido un matrimonio cristianamente formalizado. Para entonces ya había nacido la primera de sus hijas, Matilde. Los primeros meses como marido y mujer, Felicitas cuidó a su marido con cariño y devoción hasta que se recuperó.
En los dos años que Bernardo de Gálvez ejerció como gobernador de Luisiana, su esposa no solo fue esposa y madre sino que estuvo al corriente de la gestión y administración mientras él continuaba con sus acciones militares. Felicitas, como hija de los Saint-Maxent, proporcionó igualmente buenos contactos diplomáticos en la zona. Bernardo alcanzó tanta fama que en aquella época se brindaba por Washington y Gálvez.
Además de sus heroicidades militares, Bernardo de Gálvez impulsó otras empresas como la creación en Nueva York, a instancias del rey Carlos III, del primer templo católico en la ciudad.
En 1783 Carlos III le otorgó el título de conde por todos los méritos conseguidos en Ultramar. Para recibir dicho honor y otros concedidos por el rey, se embarcó con su mujer, sus hijos Matilde y Miguel y Adelaida, la hija de Felicitas de su primer matrimonio, rumbo a España.
De regreso a América, Bernardo recibió la noticia de la muerte de su padre, Matías de Gálvez, entonces gobernador de Cuba. Asumió dicho cargo hasta que fue nombrado virrey de Nueva España. El 17 de junio de 1785 llegaba a Veracruz con su familia para tomar posesión oficialmente del virreinato.
Bernardo de Gálvez y su esposa Felicitas de Saint-Maxent ejercieron su papel como virreyes volcándose en el bienestar de su pueblo, especialmente en los más pobres. Durante su virreinato se mejoraron algunas de las principales infraestructuras y se remodelaron edificios como el palacio virreinal o la catedral.
Apenas un año después de iniciar su andadura como virrey, Bernardo de Gálvez fallecía el 30 de noviembre de 1786. Su viuda asistió con gran congoja a los funerales de su amado esposo, enterrado primero en la catedral para ser trasladado tiempo después a la Iglesia de San Fernando. Once días después de su muerte, nacía su hija póstuma, a la que Felicitas bautizó con el nombre de Guadalupe, en honor a la santa patrona del virreinato novohispano.
La muerte de Bernardo de Gálvez la dejó sumida en la tristeza y en una situación difícil. Pero su difunto esposo ya lo había dejado todo atado para que Felicitas y sus hijos tuvieran un futuro asegurado en España.
En 1787 ya se había instalado en un lujoso palacete en la Corredera Baja de San Pablo. Allí demostró su cultura, educación y conocimientos políticos. En poco tiempo, se había convertido en la anfitriona de uno de los salones ilustrados más importantes de la capital española.
Personalidades del mundo de la política, la literatura, la ciencia o el arte, nombres tan conocidos como el político Gaspar Melchor de Jovellanos, el arquitecto Francesco Sabatini, el dramaturgo Leandro Fernández de Moratín o el médico Francisco Javier Balmis se daban cita en su casa para hablar junto a la condesa viuda de Gálvez de los temas más importantes del momento.
La condesa de Gálvez fue una de las muchas mujeres que entre finales del siglo XVIII y todo el siglo XIX, destacaron por su inteligencia y erudición aglutinando en sus salones a hombres y mujeres importantes en distintos ámbitos de la sociedad.
El estallido de la Revolución Francesa dos años después de su llegada a Europa, puso el salón de Felicitas en el punto de mira del gobierno español. Acusada de afrancesada y de defender las ideas revolucionarias, fue desterrada a Valladolid y posteriormente a Zaragoza.
En todo momento Felicitas se defendió ante las autoridades hasta que en 1793 fue absuelta. Instalada en Aranjuez, la que una vez fuera virreina de uno de los virreinatos más importantes de América, fallecía el 20 de mayo de 1799. Fue enterrada en la iglesia de Ontígola, muy lejos de su tierra natal.