Cuando Albert Einstein dijo aquello de que «Dios no juega a los dados con el universo», no solo se oponía a la teoría del inicio azaroso del cosmos, sino que adelantaba lo que esta semana nos han mostrado las primeras fotografías captadas por el telescopio espacial James Webb.
Son fotografías tan bellas y tan sobrecogedoras que nadie, absolutamente nadie, podría sostener que lo que estamos viendo con esta lente sobre el llamado universo de fondo, pudo haber sido producto de una casualidad, de un encuentro ciego entre fuerzas electromagnéticas.
Y el mismo Stephen Hawking, no precisamente un creyente, dijo con la mente abierta de un científico que se da cuenta de que el misterio es eso justamente: misterio; por lo tanto no susceptible de una descripción certera, científica, objetiva: «El universo no solo tiene una historia, sino cualquier historia posible». En efecto, la historia de un Creador.
Ni Einstein ni Hawking pudieron ver lo que el James Webb nos está regalando ahora. Seguramente lo imaginaron. Por ejemplo, el borde de una joven región de formación estelar llamada NGC 3324 en la Nebulosa Carina que, a simple vista, parece una fotografía de una región montañosa con los bordes luminosos de una conjunto de ciudades en la cresta.
De hecho, el James Webb nos está revelando por primera vez en la historia de la humanidad las áreas del nacimiento de las estrellas y, como expresó alguna vez el Premio Nobel de Literatura, el ruso Joseph Brodsky en un diálogo con Peter Vail a propósito de sus Poemas de Navidad: «Allí donde todo empezó es donde todo empieza».
El silencio eterno de los espacios infinitos
En el Credo los católicos proclamamos que Dios es «creador de lo visible y lo invisible». El telescopio nos está descubriendo lo que antes era invisible y nos lo está devolviendo visible como las SMACS 0723, un conglomerado de galaxias que tiene la capacidad de magnificar y distorsionar la luz de los objetos detrás de ellos.
O la Nebulosa del Anillo Sur, una nube gasificada que se expande alrededor de una estrella moribunda; o el Quinteto de Stephan, un grupo de cinco galaxias con millones de estrellas jóvenes y regiones de nacimientos estelares de las que ahora los astrónomos tienen los detalles de un cosmos inigualable en su composición y capacidad de asombro.
«Cada uno de nosotros es una preciosidad, en una perspectiva cósmica. Si alguien discrepa de tus opiniones, déjalo vivir. En un trillón de galaxias, no hallarás otro igual», dijo en alguna ocasión Carl Sagan, poniendo el foco de atención en el hecho inigualable de la singularidad personal y de la singularidad terrestre.
Lo que ahora muestra el Telescopio James Webb es, sencillamente, apabullante. Ante los millones y millones de mundos posibles, ante el «silencio eterno de los espacios infinitos» que nos atemoriza (Pascal), ¿cómo no ver en ello además de la grandeza de la Creación, la grandeza misma del ser humano, hecho “a imagen y semejanza” del Creador?
Poco a poco, a medida que el telescopio vaya desplegando su capacidad de captar el universo no como es hoy, sino como fue hace miles de millones de años, será complicado, complejo, quizá inútil, el que el hombre y la ciencia no doblen la rodilla ante el milagro del «universo profundo». Y no vean en él la presencia de Dios.