El domingo 17 de julio por la noche, una familia del pequeño pueblo de Boya (Zamora) recibía una visita realmente no deseada. Eran unos primos que viven en otro pueblo de la provincia, Sesnández de Tábara (a 40 kilómetros), que habían sido evacuados por el incendio que comenzó en la localidad de Losacio.
Ayuda familiar en tiempo de terror. Lo normal. Para eso están los parientes. Habilitar la casa para ese ensanchamiento familiar y que, en medio de los nervios y la incertidumbre, fuera un poco más hogar.
En la tragedia, lo mejor
Una historia como tantas otras de generosidad y servicio, que se multiplican estos días en Zamora lejos de las cámaras y las grabadoras. Lo curioso y significativo de esta anécdota es que la familia de Boya (de lunes a viernes, un matrimonio de jubilados y el abuelo de 95 años, todos ellos curtidos por una vida entre dura y durísima) había experimentado una evacuación semejante justo un mes atrás, el 17 de junio, durante el incendio de la Sierra de la Culebra.
Una doble anécdota que muestra la conexión entre dos grandes incendios forestales. El primero asoló un territorio que los cálculos más conservadores sitúan en unas 30.000 hectáreas de terreno. El segundo, que intentan extinguir profesionales y vecinos de más de 30 pueblos, se acerca peligrosamente a la misma superficie.
Zamora en ignición
Los profesionales de los medios de comunicación, también ellos, se han unido a ese contingente de bomberos forestales –agotados hoy y desanimados de lejos, por condiciones laborales precarias que claman al cielo–, fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, Protección Civil, sanitarios y muchos otros (perdón por las omisiones, debidas a la prisa) que luchan por atajar la destrucción, por salvar una tierra del fuego que avanza a una velocidad nunca vista, espoleado por unas condiciones climatológicas temperatura, viento y falta de humedad literalmente explosivas. Ellos, los periodistas y reporteros gráficos, son los notarios de una carrera contrarreloj.
Miles de personas, en su mayoría ancianos –el tesoro de nuestra sociedad rural envejecida–, han sido evacuados, arrancados de sus casas y de sus pueblos a toda prisa, de día o de noche, con la angustia que supone. La Iglesia ha apoyado en lo posible. Y no sólo el obispo como figura más visible, sino tantos fieles y párrocos de pueblos, acostumbrados a arrimar el hombro y a asumir múltiples tareas en la Zamora profunda y despoblada.
Las instituciones han hecho lo posible por reubicar a las víctimas provisionalmente hasta que puedan regresar a sus casas, aunque no a su vida de antes. Porque la vida en el pueblo incluye el ecosistema particular; por desgracia, éste ya no será el mismo. En sus rostros, en sus palabras y en sus silencios se refleja la gran pregunta: “¿qué nos encontraremos a la vuelta?”.
Las noticias que van llegando de los avances de la extinción les hacen respirar aliviados en la mayoría de las ocasiones. Las casas se han salvado, pero saben que ya nada volverá a ser igual. Se habrán salvado las casas, pero se ha perdido la casa común, esa naturaleza que el buen Dios hizo para nosotros. Los cristianos la llamamos creación, y la consideramos un regalo.
Un crimen ambiental... con culpables
Porque el drama ecológico tiene unas dimensiones incalculables. Empezando por el propio ser humano –la muerte de Daniel, bombero forestal de mi pueblo, Ferreras de Abajo, y la de un pastor de Escober de Tábara que fue a salvar a sus ovejas de las llamas–, continuando por los animales –una pérdida irreparable de ciervos, lobos y otras muchas especies– y la vegetación y el suelo... Los políticos vociferan o callan (según su interés y/o su responsabilidad en el crimen) y hablan de un sinfín de cosas, empezando por el dichoso cambio climático.
Pero sabemos cuál es la causa principal de estos dos incendios que ahora mismo ya han destruido en torno al 5 % de la superficie de la provincia de Zamora. Bueno, no de los incendios, pero sí del volumen de su daño final: el egoísmo estructural de una política tan corta de miras que busca intereses que no son los de las personas como las comunidades y toda la sociedad, sino los beneficios electorales y económicos particulares, con unos cálculos que desprecian lo pequeño y lo de siempre.
Cuando la gente nativa de estas tierras anunciaba desde hace años que esto pasaría algún día, no lo hacía por un pesimismo atávico que la llevara a ejercer de “profetas de calamidades”, sino por la constatación de lo que estaba pasando, desde la experiencia adquirida en la dura convivencia secular con la naturaleza.
Para no entrar en detalles técnicos, cálculos numéricos y cuestiones de gestión ambiental –en los que me pierdo y confieso mi ignorancia–, baste con leer lo que decía el responsable directo del tema consejero de Medio ambiente de la Junta de Castilla y León en una entrevista concedida en 2018: mantener el operativo de incendios todo el año es absurdo y un despilfarro.
No hay mejor resumen de lo que se ha hecho en los últimos tiempos, no hay mejor explicación de lo que está pasando ahora. No hay mejor confesión de culpabilidad.
Nadie ha pedido perdón
La gente de los pueblos, desesperada porque no llegan los medios técnicos a tiempo o no los suficientes, ha cogido tractores, mangueras y hasta aperos de labranza para luchar “a mano o a máquina” contra el fuego –y lo siguen haciendo a la misma hora en la que yo, cómodamente sentado como escribo estas líneas–, poniendo en riesgo sus vidas. Fotos y vídeos son testigos de momentos heroicos que nunca podremos agradecer lo suficiente.
Todo esto ya nos sucedió en junio, y vuelve a suceder en julio como una desgraciada réplica. Y, hasta ahora, no sólo no ha habido dimisiones o ceses en la administración autonómica. No. Lo más grave es que nadie –¡nadie!– ha pedido perdón. ¿Las personas merecemos esto?
Y termino. Lo hago pidiendo perdón a la gente que ha sufrido y sigue sufriendo los fuegos a estas horas, en otros lugares de Castilla y León y del resto de España, y en el vecino y querido Portugal. No me he olvidado de vosotros, que compartís nuestro mismo dolor y lloráis las mismas lágrimas.
Pero el corazón me ha obligado a fijarme en mi tierra, tan olvidado y marginada juntos las comarcas de Aliste, Tábara y Alba, unidas a la Carballeda, el valle del Tera, la Tierra del Pan y otros territorios. La tierra a la que amo.