Esta es la primera vez que siento la necesidad imperiosa de escribir una historia. No como esas que los periodistas escribimos a diario, impulsados por el deber de comunicar la verdad. Esta es diferente. Cargada de verdad, pero diferente.
Se trata de una historia de vida tan ejemplarizante que el deber de contarla viene desde el fondo del corazón, de la certeza de que estamos hablando de un angelito que pasó por este mundo y se fue temprano, pero cuya vida pesa más que la de muchos que vivieron décadas y su testimonio vale para empujar a los otros a ser mejores personas. ¿A fin de cuentas, no es eso lo que consiguen las vidas que tenemos como santas?
Y eso fue María Teresa Áñez, nuestra niñita protagonista de esta historia impregnada de una tristeza que termina convirtiéndose en mil razones para la esperanza.
Alguien tecleó esta historia antes que yo, el padre Manuel Díaz Álvarez, sacerdote y gran comunicador de origen español que sirvió por muchos años en Venezuela, hoy radicado en su patria de origen.
Su libro es una hermosura desde la primera hasta la última letra. Se nota que la vida de la niña lo inspiró de una manera muy especial. Igual me ocurrió y por ello escribo en primera persona, como para enfatizar el impacto que me produjo. Cuando lo leí, me dije: «¡Bienvenida al club!», porque todo el que lo lee se confiesa incapaz de contener las lágrimas aunque también experimentan esa sensación de haber asistido a una especie de banquete espiritual, de haber tocado un pedacito de cielo a medida que el alma recorre esas páginas.
No hay mérito, sino deber
De manera que no tengo ningún mérito acá y menos estoy fraguando una primicia. «El ángel» dejó esta tierra en 1971 y su historia se conoció en 1983. Tuvieron que pasar 39 años para que cayera en mis manos el libro que el padre Manuel tituló «Y el ángel se llamaba Mary» (San Pablo, con varias ediciones posteriores), diminutivo con el cual la conocían cariñosamente entre los suyos. Fue providencial y no casualidad el haberlo leído.
Me resultó extremadamente conmovedor constatar que una niña de apenas 11 años pudiera haber alcanzado semejante nivel de madurez espiritual. Definitivamente, Dios la llevaba de la mano. Como decían sus padres, nunca fue totalmente de ellos ni de este mundo. Repasar esa vida, una y otra vez, es confirmar que nuestra fe, las vivencias relacionadas con la religión que profesamos y cuyas enseñanzas decimos cumplir, son tan importantes como un maní comparadas con las de Mary.
Debe haber un sentido de misión aquí implicado cuando generosamente compartieron conmigo «la historia de una niñita peregrina del cielo en la tierra», como se lee en la dedicatoria de quien me la obsequió. Nada es casual, todo en la vida tiene un significado, lo veamos o no.
En este caso quiero ser fiel a la impresión que este relato me causó. Dios siempre lleva los hilos de la historia, de nuestras historias particulares, aunque a veces tiremos de ellos en dirección contraria a su plan. Craso error, porque cuando Él nos pone por delante aquello que nos hará bien, sean personas o proyectos, es inútil resistirse, negarse a las oportunidades que nos va presentando. Él siempre gana.
De manera que no tengo opción: aunque suelte tantas lágrimas leyéndola como escribiéndola, hay que tragar grueso y compartir la vida de María Teresa Áñez Nava. Ignoro si esa es la «misión» de la que hablo, sumar mi contribución para difundir esta historia que los venezolanos de esta generación no conocen. Tal vez. En todo caso, el fin es causar el mayor bien a quienes tengan la oportunidad de saber de esta niñita. Eso fue lo que hizo Mary cada momento de su tiempo vital, el bien a todos, y siempre lo prodigó con gentileza y dulzura, hasta el final, aún cuando sus fuerzas le fallaron y cualquiera habría claudicado.
El valor de la familia
Tuve muchas dudas acerca de cómo titular este trabajo. Pero diría que la primera lección de esta historia es la inmensa importancia de una familia en el centro de la cual está Dios y el amor es el motor que la mueve. Mary tenía tres hermanos varones y unos padres sensibles y dedicados a quienes no sólo unió sino que sostuvo –aún en la tragedia- la profunda fe cristiana que cultivaron. Todo ello germinó en ese núcleo familiar, una institución hoy tan atacada y despreciada por el efecto de un globalismo desatado.
Y ese germen, sembrado en hogares como el de Mary, debe ser rescatado. No hablamos de una perfección que, sabemos, este mundo altamente secularizado no estimula; pero sí nos proponemos destacar, a través de ella, los seres humanos tan nobles, solidarios, positivos y llenos de profundos sentimientos hacia el prójimo que puede producir y entregar a la sociedad una familia basada en el temor de Dios y unida por lazos de amor a prueba de los momentos duros que la vida depara.
Esa vocación por servir a todos, por ayudar a quienes lo necesitaban, esa propensión a no quejarse sino hacer de sus días una alabanza de permanente agradecimiento a Dios, sólo cuaja en medio de una familia que transmite valores y vive de acuerdo a principios muy sólidos. Y ni hablar de una vocación a la vida religiosa, que encuentra un terreno fértil en hogares como el de María Teresa. Porque es Cristo quien vive allí.
El arte, un don y una inspiración
Es conocida la musicalidad de los venezolanos. Venezuela siempre suena. En cuestiones de música – no en todo lamentablemente- somos afinados, constantes y disciplinados. Hay regiones de nuestro país donde la gente nace pegada de un instrumento.
El Zulia es uno de esos lugares donde las personas ríen, bromean y se mueven al ritmo de la música. La familia Áñez-Nava lleva el arte en los genes. Baste decir que Mary tocaba el piano como un verdadero angelito lo haría con la lira; William, su hermano médico, podría ser concertista si tuviera el tiempo que requiere un instrumento tan completo; y su mamá es un fenómeno con los lienzos, donde plasma las escenas costumbristas, coloridas y familiares de aquella “tierra del sol amada” donde nacieron. Esos apellidos no pueden ser de más cepa zuliana.
El arte es un recurso que favorece la integración e induce a la generosidad porque es para compartirlo y hacer felices a otras personas. Pero es, sobre todo, un don de Dios que ellos agradecen y que Mary practicó mientras sus deditos fueron capaces de moverse en el teclado, como si fuera una «tarea» con la que hacía méritos para cuando le tocara dar cuentas al Creador por los talentos recibidos.
La felicidad
Esta familia era un verdadero oasis de cariño. No tenían carencias que les hicieran la vida complicada. El padre, William, trabajaba en el área petrolera. Se movía por varias zonas del estado productor del oro negro por excelencia del país, el Zulia. Cada vez que era trasladado, cosa frecuente entre quienes se dedicaban a la industria, antes que nada llevaba consigo era a su familia. En aquél momento eran sólo su esposa, Lesbia, y los dos primeros hijos, William y María Teresa. La llegada de un hijo era para ellos una bendición, un premio al amor. Y la aparición en escena de la única hembra les dibujó una sonrisa en el alma que se plasmó en los rostros y aún perdura. Era un nacimiento tan deseado como esperado.
Los padres, cada uno con su personalidad, sus tareas y aficiones vivían en función de sus hijos. Construían un hogar donde lo importante era dar lo mejor de ellos a su formación, acompañar su crecimiento y forjarles una personalidad abierta y compasiva. Eran sus prioridades.
La tribulación
María Teresa enfermó a los diez años de edad. Era leucemia. No hubo lo que sus padres no hicieron, en Venezuela y fuera de ella, por procurar una cura para su hija. Esperaban, contra toda esperanza. La aplastante sinceridad de los médicos los situó desde el comienzo ante la gravedad del caso de su hija. Sus compañeras y maestras en el colegio de las ursulinas, sus familiares, en especial su hermano William a quien se encontraba muy unida, se volcaron sobre ella intentando hacerle llevadero el calvario. Porque eso fue lo que la niña vivió. La familia compartió su cruz.
Poco a poco la enfermedad fue mostrando su fea cara. Empeoraba con algunos espejismos de mejoría que deshilachaban todas las certezas. Un proceso muy duro el que vivió esta familia y que la propia Mary, con su ternura, su saber estar, su coraje ante lo que perfectamente sabía que tenía, se esmeraba en aliviar. Es aquí y no en las particularidades de una enfermedad donde está la razón fundamental por la cual encuentro indispensable que esta historia se conozca.
La reconstrucción
Para este mundo que cada vez más parece confinar a Dios a los rincones, que se focaliza en lo banal, pretende lo fácil y se refugia en la evasión, la actitud de Mary ante lo inevitable, su viaje al fin de esta vida y su resignada fortaleza es la gema dentro de un cofre repleto de sufrimiento y desesperación. Nada de eso se explica si no se cree firmemente en que Dios viajaba con ella.
Son muchos los niños y jóvenes que han pasado por enfermedades similares. Muchas las familias heridas y rotas a causa de ello. Pero es la aleccionadora conducta de esta niña lo que estamos seguros hace la inspiradora diferencia. Hoy está de moda la palabra deconstrucción. Ella logró reconstruir desde su inconmovible fe y su admirable serenidad, un entramado que crackeaba ante la impotencia. Bastan algunos testimonios – recogidos por el P. Manuel- para poner el acento en donde debe estar.
Su madre
«María Teresa vino al mundo para estar con nosotros por poco tiempo. Su vida fue como un sueño que se esfumó cubriéndose con la esencia de la santidad… Enfermó a los escasos diez años de edad. Nunca tuvo una queja de dolor. Todo lo aceptó por amor a Jesús. Cuando ya estaba casi moribunda me decía: «Mamá, no tienes por qué llorar. Hay dolores peores que los del cuerpo».
Tomaba en serio las cosas de la fe. Tanto, que parecía tener mucha más edad. Cuando hizo su Primera Comunión, el comentario para su padre lo dice todo: «Papi, ahora soy de Jesús y soy de ustedes».
Cuando los dolores comenzaron a arreciar y viendo a su madre llorar, la consolaba: «Mamá, no llores. Ya sabes que los dolores físicos no son tan grandes como los otros. Entiendo que estás sufriendo incluso más que yo. Desde hace tiempo le pido a Jesús que me cure, para estar con ustedes, pero también le he hecho saber que lo importante es que me ayude y les ayude a ustedes a llevar la Cruz».
A medida que necesitó calmantes, su entorno se sorprendió al comprobar que la Virgen los superaba a todos. La niña hizo cortar algunas rosas del jardín para la imagen que tenía en su cuarto. Atestiguan que aquellas rosas se mantuvieron casi intactas varios años sobre la cabeza de la Virgen.
El padre Rafael
Era amigo de la familia y confidente de Mary: «Era ella la que nos alentaba a nosotros. Jamás perdió la sonrisa. Al verme me decía que deseaba escuchar de mi voz algunos salmos. No deseaba que se hablase de ella, de lo que estaba pasando. Preguntaba por sus compañeras, por sus hermanos, por el clima, por la situación de todos. Como sacerdote quedé abrumado, lloroso, al ver cómo las maravillas de la gracias de Dios obraban en el corazón de aquella criatura. Con su sabiduría cristiana nos ponía a todos de manifiesto lo que Jesús había dicho, que hay que hacerse niños para entrar en su Reino».
El doctor Linares
La víspera de los más dolorosos exámenes, Mary rezaba así: «Madre de Dios, dame fuerza. Enjuga mis lágrimas como hiciste con tu hijo camino de la Cruz. No me abandones. Solamente agrega algo a mis debilitadas fuerzas».
Cuando cada terrible prueba terminaba, el médico quedaba pasmado. Luego de darle un abrazo y un beso, le decía: «Gracias, doctor, y perdone todas las molestias. Le voy a pedir a Dios que mantenga ágiles sus manos para que siga haciendo tanto bien a quienes sufren».
Su hermano William, hoy en día un reconocido profesional de la medicina, está seguro de que, según escribe el padre Manuel, «la protección que su hermana ejerce sobre él tiene mucho que ver con el éxito de su carrera», igualmente dedicada a aliviar a los que sufren.
A una de las hermanas ursulinas que un día la miró compasivamente, la niña le dijo: «Hermana, no puede ser. Usted sabe mejor que yo que a Jesús también le destrozaron su cuerpo, pero no por eso dejó de llegar hasta el final. Ayúdeme a llevar mi cruz».
La carmelita más joven
Los Chorros: así se llama una zona al este de Caracas, ubicada al pie del cerro El Ávila, la cual toma su nombre de los maravillosos paisajes alimentados por cascadas y quebradas. Allí se encuentra un claustro de monjitas carmelitas que la familia Áñez frecuentaba. Mary siempre se sintió muy afín con aquel ambiente de recogimiento y oración, al punto de que manifestó en varias ocasiones su deseo de unirse a ellas. Una vez envió al convento una notica que decía: «Amor es llevar un hábito invisible y ser carmelita de corazón».
Llegando el final expresó su deseo de vestir el hábito, aunque sólo fuera una vez. La superiora, consultas de por medio, no solamente autorizó el que confeccionaran un hábito para la pequeña, sino que in articulo mortis, le concedió su deseo y la recibió en la sacristía del convento. Ella seguía la ceremonia desde una cama. Todas las religiosas la besaron y abrazaron al recibirla como una más de ellas. Mary no podía estar más feliz. Aún reclamaba sus sandalias: «Quiero ser carmelita hasta en las apariencias».
Así fue como María Teresa Áñez se convirtió en la carmelita más joven de todas.
Al cumplirse el primer aniversario de su muerte, ellas ofrecieron una misa a la Virgen en su nombre. Llegó un joven con un bastón. Venía a compartir la Eucaristía en agradecimiento a la Virgen por el milagro de volver a caminar. Él aseguró que fue por intermedio de Mary. De regreso a la casa, la familia encontró el cuarto de la pequeña con un inconfundible olor a rosas, aroma que según la tradición indica la presencia de Santa Teresita.
Aún esperaban más sorpresas a las Carmelitas Descalzas de Los Chorros. En una ocasión, la sequía causó desastres y las hermanas comenzaron a recibir peticiones de oración de mucha gente. La priora pidió a Mary para que la Virgen enviara lluvias. Esa misma noche cayó un torrencial aguacero. Después de haber cerrado el recinto del coro herméticamente con barras, a la mañana siguiente encontraron la claraboya abierta. El puesto de la monjita que con tanto fervor había rezado estaba mojado, ¡el único entre diecisiete puestos del coro!
La enfermera
Ana Rojas se llamaba. Era también su confidente. Aseguró que jamás había conocido a una niña tan pura y con tan nobles sentimientos. Su madurez la hacía casi perfecta. Contó el final:
«Todos los que en aquél momento rodeaban su lecho vieron cómo el escapulario de carmelita, que con el sudor parecía empapado de rocío, se iluminó de repente. Parecía de cristal. Más atónitos aún vieron cómo el lirio que tenía sobre su pecho comenzó a abrirse y terminó esplendoroso y abierto por completo pocos instantes después».
Lo esencial es invisible a los ojos
Esa frase, tan familiar por el archi leído libro «El Principito» de Antoine de Saint-Exupéry, hace marco a las respuestas del padre Manuel a la breve entrevista que aparece a continuación. Le seguí la pista hasta León en España donde actualmente se encuentra y le pedí que me respondiera unas pocas preguntas. Amablemente lo hizo. Lo que nos dijo permite poner en contexto esta historia y apreciar mejor sus lecciones para nuestro mundo actual.
-Padre Manuel, esta historia ocurrió hace muchos años, no obstante sigue impactando a quienes tienen oportunidad de conocerla a través de su libro. ¿Por qué?
-En los países que llamamos desarrollados (fundamentalmente en un simple bienestar material y de servicios públicos) muchos adolescentes y jóvenes dan muestras de sentirse insatisfechos. Se dice que «pasan de todo», pero no porque no se interesen por nada, sino porque lo que normalmente se les propone como «ideal» para pasarlo bien se queda en el simple disfrute corporal.
No se les sugieren valores, metas, ideales y tareas que les hagan sentirse útiles y con una adecuada autoestima. Por eso suelen caer en vicios como la droga, la obsesión de los instrumentos mecánicos que les esclavizan y les aíslan. Se relacionan como pandilla, no como amigos. Por eso muchos jóvenes empiezan a preguntarse si no hay algo más que les haga valorar la existencia y ofrecer perspectivas a la historia. La forma de vida de Mary, aferrada a la fe y al sentido cristiano de la vida, puede cautivar a los insatisfechos, a los que buscan más allá de lo superficial.
Una niña tan frágil fue capaz de ofrecer un testimonio de fe digno de una mística. ¿Qué había en ella que le daba esa fuerza que parecía desarmar a todos a su alrededor?
-No recalqué en la breve biografía que escribí sobre ella el impacto que le supuso la invitación de un sacerdote que, viéndola tan físicamente frágil, la invitó a unir sus padecimientos a los de Cristo. Desde entonces el dolor era para ella una gracia. Cuando todos los suyos lloraban al verla tan quebrantada corporalmente, ella sonreía. Nadie lo entendía.
Un día se lo dijo a su hermano mayor que insistía en sobreprotegerla: «Cristo perdonó a sus enemigos en la Cruz. Llegó al Gólgota cumpliendo la voluntad de su Padre. Todo el que quiere ser su discípulo tiene que cargar con la cruz de cada día. Mi cruz es el camino hacia Dios». Una verdadera madurez en la fe.
Una vida corta como la de María Teresa, ¿qué enseñanzas tiene para un mundo secularizado y fatuo, donde Dios no parece tener cabida y cuyos valores se desdibujan cada vez más?
-En medio de la frivolidad y la superficialidad a las que hemos conducido a nuestros jóvenes, surgen cada día más movimientos que insisten en darle relieve a un sentido de fraternidad, de preocupación por el otro, de compartir sin reservas.
Lo cierto es que los jóvenes, a los que aparentemente no les falta nada para ser felices, sobre todo en los países más tecnológica e industrialmente más desarrollados, sienten un vacío. Llega un momento en que nada parece satisfacerles. Encontrarse con una adolescente equilibrada, capaz de ver más allá de lo que está a la vista de todos, aferrada a una fe convencida, amable, consecuente, es para todos una sorpresa. Terminan pensando que su forma de sentirse feliz desde la fe es un camino acertado.
Su historia recuerda la de Carlo Acutis, salvando las diferencias, ¿puede ella representar un ideal de vida para jóvenes de su edad en estas nuevas generaciones y cómo la ve ud, al día de hoy, que tanto la conoció a ella y a su familia?
-Carlo Acutis, deportista, de vaqueros –jeans-, siempre moderno y sonriente, alegre en la cancha de su deporte favorito y participando en la Eucaristía, deja boquiabiertos en Europa a los jóvenes que han llegado a conocer su trayectoria. Lo ven como joven y dinámico en su cuerpo y en su interioridad.
Mary se ofrece como un ejemplo siempre actual de una niñez y preadolescencia serena, feliz, cercana al otro y con Dios siempre en su mente y corazón. Los jóvenes que la conozcan se asombrarán ante la madurez de una muchacha que, no careciendo de nada, supo dejar a un lado lo que simplemente la entretenía. Desde niña supo distinguir entre la verdad y el error, lo bueno y lo malo, lo importante y lo pasajero.
Quince rosas y un destino
El 29 de septiembre de 1973, Mary habría cumpido sus quince años. El rosal de donde cortaba las flores para la Virgen amaneció cargado de flores. Cuando las contaron…¡eran exactamente quince!
Es legítimo que nos preguntemos por qué esa niña no sanó, por qué dejó este mundo tan temprano, por qué una familia tan ejemplar pasó por ese sufrimiento, por qué no hubo un milagro como respuesta a tantas oraciones. La evidencia es sólo una: el milagro era Mary. Su familia fue bendecida con un ángel que Dios decidió llevar al cielo y colocarlo entre los suyos. Aquí resuena aquello de Mateo 22, 1-14 «muchos son los llamados y pocos los elegidos». Mary y su familia fueron elegidos.
Vale la reflexión del padre Manuel: «¿Es que acaso Dios y los hombres no necesitan de la inocencia para verse reflejados en ella? ¿Acaso, desde su Reino, no iba a resultar sin duda más beneficiosa para los suyos y para cuantos tuvieron la dicha de conocerla? Los que han llegado a conocer su ejemplar trayectoria ¿no se han sentido obligados a ser mejores?». Mary debe ser, hoy más que nunca, una referencia, un ejemplo, el espejo donde puedan verse tantos jóvenes buscando respuestas y el sentido profundo que esconden las dificultades y obstáculos de la vida.
Por eso su padre estaba tan convencido de que ella no les pertenecía. Una santa es del cielo. Es de Dios. La prestan al mundo y a una familia seleccionada de acuerdo a la voluntad del Señor. Y de acuerdo a su voluntad cumple un servicio y deja un testimonio.
Una vida como la de Mary conmueve porque nos muestra que, de vez en cuando, los ángeles pasan por aquí, viven entre nosotros y nos mejoran a existencia. Fue una pequeña mártir de los avatares de nuestra frágil condición humana. El destino de Mary fue mostrarnos, desde su fragilidad, que podemos ser buenos, que el heroísmo no se forja en la prepotencia sino que anida en los corazones humildes. Que pasar por la vida con Cristo en el centro es el centro de toda virtud. Y que es preciso intentarlo.