El 22 de agosto, la Iglesia católica no sólo celebra la memoria litúrgica de la Virgen María como Reina. Echar una ojeada al Martirologio Romano –algo al alcance de todos gracias a una aplicación de la Conferencia Episcopal Española[MP1]– nos ofrece cada día multitud de santos de todo el mundo y de toda la historia.
En el último lugar del elenco de santos del 22 de agosto se encuentra el beato ucraniano Simeón Lukac, al que presenta como “obispo y mártir, quien, durante un gobierno hostil a la fe, ejerció clandestinamente su ministerio en favor de la grey de católicos de rito bizantino, y con una muerte fiel proclamó la gloria y el honor de Cristo el Señor y de Dios”.
La “Iglesia del silencio”
Simeón murió en 1964. Eran tiempos difíciles para los cristianos de todas las confesiones en el espacio dominado por la Unión Soviética. Formaba parte de lo que se ha llamado “Iglesia del silencio”, que integraban millones de cristianos –de diversas confesiones– que se vieron relegados al hostigamiento y la persecución.
El historiador José Luis Orella sintetiza así esta época: “el periodo del dominio comunista en la Europa central y oriental intentó crear una nueva sociedad basada en un nuevo hombre, donde Dios no existiese para él”, de manera que “quienes se consideraban creyentes tuvieron que hacer frente a aquella decisión, luchando y viviendo en clandestinidad”.
Algunos datos biográficos
Simeón Lukac nació el 7 de julio de 1893 en Starunya, una ciudad de la región de Stanislaviv, hoy llamada Ivano-Frankivsk (Ucrania). Ingresó en el seminario diocesano en 1913 y, tras su proceso formativo correspondiente –interrumpido por la Primera Guerra Mundial–, fue ordenado presbítero en 1919. Los primeros 25 años de su ministerio fue profesor del Seminario de Stanislaviv.
Como se preveía que las autoridades arrestaran de forma inminente a todos los obispos grecocatólicos del país, entre marzo y abril de 1945 Simeón fue ordenado obispo en secreto.
Cuatro años después, el 26 de octubre de 1949, fue detenido por el NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) de la Unión Soviética.
Lo condenaron a una pena de 10 años de cárcel por los delitos de fidelidad al Vaticano y de ser un “obispo ilegal”. Para cumplir dicha condena, fue trasladado al campo de concentración de Krasnoyarsk, en Siberia, de donde pudo salir en 1955.
Sin embargo, continuó de forma clandestina con su actividad pastoral, lo que provocó que fuera detenido de nuevo en 1962. En aquellos años celebraba la eucaristía en domicilios particulares, con muy pocas personas, y lo mismo para los bautismos y matrimonios.
Así, en 1962, y a pesar de su ya avanzada edad, fue condenado a 5 años de trabajos forzados, en unas condiciones lamentables. Lo pusieron en libertad en marzo de 1964, convaleciente de tuberculosis. Finalmente, murió el 22 de agosto, a los 71 años de edad.
Beatificado por san Juan Pablo II
Entre el 23 y el 27 de junio, el papa Juan Pablo II realizó un viaje apostólico a Ucrania, y el último día tuvo lugar el momento más solemne de su visita pastoral: la Divina Liturgia (Misa) en rito bizantino-ucraniano, en la que beatificó a 25 mártires de la persecución religiosa en el país durante el siglo XX. Uno de ellos era el obispo Simeón Lukac.
En su homilía, el pontífice polaco subrayó la importancia del hecho de “proclamar beatos a algunos hijos de esta gloriosa Iglesia de Lvov de los ucranios”. Precisamente la celebración tuvo lugar en el Hipódromo de Lvov. Como recordó Juan Pablo II, “la mayor parte de ellos fueron asesinados por odio a la fe cristiana”.
El siglo XX, siglo del martirio
25 mártires que fueron “probados de muchos modos por los partidarios de las ideologías nefastas del nazismo y el comunismo”. El Papa explicó que se trataba de “los representantes conocidos de una multitud de héroes anónimos –hombres y mujeres, esposos y esposas, sacerdotes y consagrados, jóvenes y ancianos–, que durante el siglo XX, el ‘siglo del martirio’, afrontaron la persecución, la violencia y la muerte con tal de no renunciar a su fe”.
Juan Pablo II afirmó en su homilía que él mismo fue testigo en su juventud “de esta especie de ‘apocalipsis’”. Los que murieron por la fe son “como un icono del evangelio de las bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre, constituyen un signo de esperanza para nuestro tiempo y para el futuro”.