En el siglo XIX, aún había miles, millones de personas en todo el mundo que sufrían la terrible lacra de la lepra. Una enfermedad que por aquel entonces no solo era mortal, sino que condenaba al ostracismo a quienes la sufrían, pues muchos creían que era contagiosa, o al menos se desconocía su verdadero origen. No todo el mundo estaba dispuesto a jugarse la vida por unos desarrapados que eran condenados a vivir una vida de reclusión. Ellos y sus familiares. Pero existen hombres y mujeres que ejercen como auténticos ángeles en la tierra, y no dudan en acercarse a los más marginados de los marginados.
Eso es lo que hizo una mujer con una vida más o menos tranquila, en su convento de Nueva York. A la primera llamada de auxilio, desde las bonitas islas Hawai. Había nacido como Bárbara Koob, en Heppenheim, Alemania, el 20 de enero de 1838. La suya era una familia sencilla, humilde y católica, que decidió emigrar a los Estados Unidos cuando Bárbara era un bebé. Instalados en Útica, en el estado de Nueva York, americanizaron su apellido, cambiándolo a Cope.
Bárbara estudió en una escuela católica y desde muy pequeña sintió la llamada de la vida religiosa. Sin embargo, sus obligaciones familiares retrasarían su destino unos cuantos años. Bárbara tuvo que abandonar sus estudios para trabajar en una fábrica, ayudando así a sus padres a mantener a la extensa familia de diez hijos, de la que ella era la mayor. Bárbara nunca se quejó y fue siempre un gran apoyo para los suyos.
Cuando alcanzó los veinticuatro años, pudo cumplir finalmente su deseo e ingresó en la congregación de las Hermanas de la Orden Tercera Franciscana de Siracusa, donde profesó en 1860 y adoptó el nombre de Mariana. La nueva hermana se volcó de lleno en las tareas educativas de la orden, aunque pronto demostró ser, también, una buena administradora y gestora. En poco tiempo, impulsó la creación de algunos de los primeros hospitales de los Estados Unidos, entre ellos, el Hospital Santa Isabel de Útica, creado en 1866 y el Hospital San José de Siracusa, inaugurado tres años después. Ambos centros médicos continúan hoy su labor asistencial. Mariana defendió que en ellos se atendiera a todas las personas enfermas, sin distinción de raza, credo u origen social.
Desde 1873 ejerció como madre superiora de la comunidad y continuó con su trabajo incansable dentro de la congregación. Diez años después, recibió una llamada de auxilio de las lejanas islas de Hawai. Los leprosos eran cada vez más numerosos en la colonia en la que vivían recluidos y hacía falta ayuda para cuidarlos. La llamada había llegado a muchas congregaciones de todos los Estados Unidos pero solamente ella, la madre Mariana, aceptó acudir en su ayuda sin pensarlo dos veces.
Junto a ella viajaron seis hermanas más de la congregación, dispuestas a dar su vida, si esa era la voluntad de Dios, por aquellos hombres y mujeres marginados y enfermos. La madre Mariana aseguró que no tenía miedo a la enfermedad y que serviría con gran alegría a aquellas pobres personas. Su intención era organizar la misión y, una vez establecidas las bases para su buen funcionamiento, regresar a casa, en Siracusa. Pero Dios le tenía deparado otro camino. Porque cuando la madre Mariana pisó tierras hawaianas, supo que su destino era vivir y morir con aquellas personas desamparadas.
La madre Mariana se puso manos a la obra y durante más de tres décadas vivió en la isla de Molokai, donde trabajó de manera incansable para hacer que la existencia de los leprosos y sus familiares fuera lo más digna posible. Impulsó un amplio proyecto de limpieza y saneamiento de las instalaciones; ayudó a crear nuevos cultivos en los que poder trabajar y cultivar sus propios alimentos; abrió centros de enseñanza para los niños que allí vivían y los enfermos que aún tenían fuerzas para estudiar. La madre Mariana les dio, en definitiva, un sentido a sus vidas y recuperó su dignidad.
En la isla conoció también la ingente labor que había iniciado el padre Damián en Molokai y lo acompañó en los últimos momentos de su vida. El padre Damián había contraído la enfermedad, sin saber cómo, pero entonces se pensaba que se había contagiado. Por eso, todos tenían miedo de acercarse a él. Menos la madre Mariana, quien no dudó en consolar sus últimas horas cuidando de él hasta su muerte en abril de 1889.
La madre Mariana Cope nunca enfermó de lepra, a pesar de haber vivido durante años junto a decenas de leprosos que mejoraron su vida gracias a su dedicación. El 9 de agosto de 1918 fallecía tras una larga vida de entrega a los demás. Tenía ochenta años.
En mayo de 2005, el Papa Benedicto XVI beatificaba a Mariana Cope, destacando de ella su valor y su ejemplo como cristiana: “Indudablemente, la generosidad de la madre Mariana, humanamente hablando, fue ejemplar. Pero las buenas intenciones y el altruismo por sí solos no bastan para explicar su vocación. Solo la perspectiva de la fe nos permite comprender su testimonio, como cristiana y como religiosa, del amor sacrificial que alcanza su plenitud en Jesucristo. Todo lo que realizó estaba inspirado por su amor personal al Señor, que expresaba a su vez a través de su amor a las personas abandonadas y rechazadas por la sociedad de un modo lamentable”.
El 21 de octubre de 2021, el mismo pontífice la elevaba a los altares. En la homilía de santificación, volvió a recordar que “ella es un ejemplo luminoso y valioso de la mejor tradición de las hermanas enfermeras católicas y del espíritu de su amado san Francisco”.