«El Perú eligen a los gobernantes y nos los dejan mandar», comentaba recientemente un profesor universitario durante una de esas largas conversas que hoy tienen a Perú como centro de las preocupaciones.
En toda Latinoamérica es igual y cada quien tiene sus apreciaciones y valoraciones sobre lo que allí está pasando. Las opiniones se mueven de un extremo a otro, como suele ocurrir en estos países, donde las emociones invisibilizan a menudo las razones.
«El problema es que allí es una constante el encumbrar y defenestrar presidentes. Los meten presos, se suicidan, los exilian, los procesan o los anulan políticamente. Es raro el que aún respira futuro», dijo otro contertulio.
Luego, leemos en un análisis que recibimos a diario: «Después de todo, Perú echó mano de sus mecanismos de defensa de la democracia. Las instituciones respondieron, asumió la vicepresidenta y aquí no ha pasado nada».
Los cántaros se rompen
Las cosas no son tan fáciles. Hay un dicho que recordamos hoy: «Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe». Es cierto que los resortes institucionales funcionaron, pero ello no significa que la inestabilidad, con sus fatídicas repercusiones sobre la vida del país, no se mantenga como una espada de Damocles que gravita amenazante.
Fue notorio el espanto del papa Francisco cuando visitó el Perú hace unos años, es la piedra de tranca. «¿Qué pasa en Perú que todos los presidentes acaban presos? (…) La política está muy enferma», sentenció el Santo Padre al cerrar su viaje latinoamericano en 2018.
La corrupción es una serpiente bíblica. Ha penetrado por los intersticios de la vida pública arrastrando también a la privada en una urdimbre fatal que entorpece gravemente el proceso de toma de decisiones y el diseño adecuado de políticas públicas que permitan satisfacer las necesidades y demandas básicas de la población.
La Conferencia de Religiosas y Religiosas del Perú ya lo había señalado: «El compromiso con los pobres exige un enfoque diferente en la crisis política peruana» formulando, seguidamente, «un especial llamamiento a la unidad».
Los exjefes de Estado y de Gobierno integrantes de la Iniciativa Democrática de España y las Américas (Grupo IDEA) expresaron «su estupor ante este desenlace señalado y condenan, como lo han hecho varios de sus ministros y otros poderes del Estado, el atentado grave contra el orden constitucional y las instituciones democráticas en el Perú».
Inmediato rechazo
Pero al mismo tiempo reconocieron «como positivo, el inmediato rechazo del golpe por el Congreso, el Comando Conjunto de la Fuerza Armada y la Policía Nacional del Perú, que concluye con la detención preventiva y la sujeción penal del mandatario señalado, asegurando la continuidad formal del orden constitucional mediante la asunción de la vicepresidenta Dina Boluarte como presidenta».
Al mismo tiempo demandaron -haciéndose eco del llamado inmediato del episcopado peruano- de los partidos políticos y sus parlamentarios, de los dirigentes fundamentales de la sociedad civil, entre otros, «desplegar con responsabilidad los esfuerzos de unidad necesarios que le permitan al pueblo peruano volver a la senda de una experiencia democrática estable, segura, de bienestar, y respetuosa del Estado de Derecho».
Porque ya el cardenal peruano Pedro Barreto lo había adelantado: «Es hora de buscar lo que nos une, no lo que nos separa».
Una voz profética
Cuando se escriba la historia de las tribulaciones políticas en América Latina, con sus arriesgadas piruetas para salir de atolladeros donde no teníamos por qué meternos, será preciso detallar y reconocer el compromiso y la claridad de visión con que la Iglesia católica asumió sus responsabilidades en cada nación y ante cada crisis.
Las advertencias de cada episcopado, sus orientaciones y señalamientos no sólo han sido acertados sino proféticos. Llegando hasta donde sus capacidades y carismas se lo permiten, como institución ha sido oportuna y precisa al advertir y proponer, no sin sufrir incomprensiones y suficientes desplantes que, no obstante, no la han desviado de su deber sin importar los riesgos, tanto personales como institucionales.
En el caso de Perú, Barreto fue duramente criticado por la elite política -y hasta por sectores eclesiásticos- hace un mes. Esto por pedir al entonces presidente Pedro Castillo que dejara el cargo por el bien común. En efecto, el arzobispo de Huancayo fue fustigado hace apenas un mes, por pedir a Castillo que «diera un paso al costado» , ante una situación intolerable, por la paz de la nación. Hoy, todo lo que dijo suena profético y es coreado.
Y el problema de fondo es ese: los mandatarios peruanos suelen no tomar en cuenta los consensos que existen, tácitos o expresos, en los acuerdos nacionales. Ello está a la raíz del estira y encoge en que se ha movido la dinámica política peruana por años. El Ejecutivo y el Congreso han pulseado su influencia sobre el poder, en un enfrentamiento tan encubierto como manifiesto.
El espejo venezolano
Instituciones clave, como los militares y los jueces –probablemente de tanto mirarse en el espejo venezolano- , no se han dejado amarrar por completo. El telón de fondo es la corrupción que embarra todo, pero existe margen de maniobra cuando se llega a situaciones límite. Son los resortes que se activaron ante la pretensión de dar el palo a la lámpara que un presidente inexperto pensó lo salvaría de la destitución. Le salió mal la intentona pues a Castillo no solo se le declaró la vacancia del cargo de presidente por el Congreso Nacional, sino que está detenido. Las Fuerzas Armadas salieron a respaldar la institucionalidad constitucional.
Algo por lo que un mandante medianamente lúcido debía pasearse ante de lanzarse al vacío, algo que debió calibrar antes de meterse en honduras. Pero su ejecutoria confundía. Un día parecía poco dotado y otros se mostraba ladino. Era difícil concluir, pero la pregunta es obvia. «¿A quién se le ocurre intentar un golpe de Estado sin el apoyo militar?», se preguntaba otro de aquellos contertulios.
No cabe duda de que a Castillo le esperan situaciones mucho peores que «hacerse a un lado» como, estando aún a tiempo, le aconsejó el cardenal. Porque, definitivamente, Castillo no es Fujimori y hasta a Fujimori le llegó su cuarto de hora.
Hora de la sociedad civil
Barreto insiste: «Ahí está la raíz de fondo y que el problema no solo abarca a la sociedad, sino también a los tres poderes del Estado peruano, decía el cardenal. Él, mostrando más capacidad de comprensión de la situación del país, había demandado a la sociedad civil ejercer el liderazgo, ante la ausencia de diálogo entre el Ejecutivo y el Congreso. Una visionaria propuesta que hoy, de nuevo, salta sobre el tapete».
Y, sin falsas tintas, dejó claro: «Creo que aquí estamos muy convencidos de que la Iglesia Católica también participa en política, porque la mejor política, dice el papa Francisco, es la búsqueda del bien común». Más claro, imposible.
Y la cosa va en serio. Tan serio como lo que apuntó el arzobispo de Lima, Carlos Castillo, ante la perspectiva de la disolución del Congreso, «no se puede preferir que el país se hunda en vez de salvarlo».
«Gobierno usurpador»
Y tan serio como la lapidaria frase contenida en la dura declaración del Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal del Perú: «Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador». Una decisiva apuesta por la verdad.
Tan verdad, que el episcopado sólo citaba a la Constitución Política del Perú:
«Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador ni a quienes asumen funciones públicas en violación de la Constitución y las leyes».
El peso, en esta nueva etapa, de los hechos recientes en el Perú, aún está por evaluarse. Pero una elemental lectura de la realidad peruana indica que salvar al Congreso no implica salvar la democracia en ese país, donde los parlamentarios no necesariamente representan a las grandes mayorías, más bien a los poderosos que tampoco están fuera de los circuitos de la corrupción.
En pocas palabras, el Congreso no es garantía de que los designados al bate puedan gobernar, lo que ha sido un ritornelo en la reciente historia política peruana.
Defender la democracia, derecho y deber moral
La incógnita será si la señora Dina E. Boluarte Zegarra, primera mujer presidenta de Perú, tendrá las manos libres para tomar decisiones y habilidad para mantenerlas, o terminará en el cajón de los defenestrados.
Barreto cierra asegurando que en estos momentos se percibe paz y tranquilidad. Espera que ahora «todo se enrumbe por el cauce democrático y con gran enseñanza para toda la sociedad peruana en el sentido de buscar lo que nos une, no lo que nos separa». La ruta es clara y vale para todos nuestros países, enredados en la misma maraña disolutoria y degradante: defender la democracia es un derecho y un deber moral.