Desde el inicio de nuestro noviazgo reconocí que mi esposa pensaba siempre bien de los demás con una paz de conciencia que yo desconocía. Fue entonces que comencé a reconocer mi defecto: pensar mal de los demás.
Temí decepcionarla.
De pronto, reconocí que toda mi vida había etiquetado negativamente a personas, sin apenas conocerlas. Lo hacía con pensamientos negativos, como: "Lo dijo por mí, me vio con malos ojos, no le caigo bien, es un engreído... esto o aquello."
Así, elaboraba conceptos o juicios de manera anticipada que distorsionaban mi visión de las cosas y las personas. Esto me provocaba un penoso desgaste psicológico y espiritual, que me impedía ser feliz.
No solo tenía una baja autoestima, sino que la estaba cultivando con grave daño para mí mismo.
Tenía que ser así, pues encontraba siempre una justificación para no reparar ante mis sentimientos de envidia, de celos, de alegrarme por el defecto o el mal ajeno, por lo que lo natural en mí no era disculpar, perdonar, comprender, sino juzgar al margen de la verdad de las cosas.
Lo más triste fue que mis comentarios dañaron la reputación ajena, un daño imposible de reparar, pues es como romper una hoja de papel en la cima de una montaña y arrojarla en mil pedazos a un fuerte viento: era imposible saber hasta dónde llegarían, y más aún, recogerlos.
Luego, aprendí a esconder ese defecto, para pasar por una persona "madura" y no tener problemas de socialización.
Mas el veneno corría por mi interior.
Lo paradójico, es que juzgaba y criticaba con la amargura de alguien que hubiese fracasado en esto o aquello, lo que no era otra cosa que un oscuro sesgo perceptivo, pues en realidad, tenía muchos dones que agradecer a Dios.
Era un infeliz lleno de complicaciones, en riesgo de perder el amor de mi vida.
Fue entonces que me decidí por acudir a ayuda especializada.
Perdí oportunidades de hacer el bien
Así, gradualmente descubrí que no solo había actuado mal de pensamiento, palabra y obra, sino también había omitido muchas oportunidades de hacer el bien a los demás, y que debía trabajar mucho en sanar mis heridas y un dolor sordo en mi alma.
Afortunadamente, al irme superando en mi humanidad, respetando mi libertad, se me aconsejó, además, reconciliarme con Dios, y así lo hice.
Ahora confío en su misericordia pues cuando arrepentido pedí perdón, recibí luces de que siempre hay una forma de reparar el mal hecho, aun cuando no fuese directamente a los afectados, y que mi alma podía recuperar su blancura original.
Que a quien mucho ama, mucho se le perdona.
Propósitos
Me decidí entonces a purificar mi corazón, y llenarlo del amor de Dios, que fue como colirio en los ojos, para ver y reconocer los motivos divinos por los cuales aprender a confiar, aceptar y querer sin juzgar a nadie.
Hice entonces algunos propósitos como:
-Descubrir que siempre existe algo bello en todas las personas que me rodean, y que de todas siempre hay algo que aprender.
-Ante el prójimo que sufre, no pasar de largo, y tener una actitud de acompañamiento y ayuda.
-Ante una afrenta real o un daño recibido, pensar que aquella alma que lo ha causado, quizá o sin quizá, sufre de carencias o dolorosas heridas, y en vez de rechazarla, tratar de comprenderla y en la medida de lo posible, ayudarla.
-Si no se puede hablar bien de una persona ausente, entonces es mejor no decir nada, cubriéndola con el manto de la misericordia.
-Que mi misericordia se traduzca siempre en obras concretas, como vía de reparación por mis errores.
No es fácil superar un defecto muy arraigado, pero el amor todo lo puede.
Por Orfa Astorga de Lira.
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