Desde que los conquistadores decidieron tocar el norte de este continente subiendo hacia Caracas por esos 18 kilómetros de misterios y leyendas por El Ávila, cargado de fortines abandonados y ruinas ancestrales que se conoce como «el camino de los españoles», así, por el mar que lo circunda, se desplazaban los galeones que tocaron las distintas costas de nuestro continente.
Los jesuitas llegaron a América del Sur en 1549. La abundancia de las demás órdenes religiosas en América y Filipinas fue la causa, probablemente, del retraso en llegar los jesuitas a la gran obra evangelizadora de la Iglesia española en América. La orden franciscana había llegado con el descubrimiento. Poco después, los dominicos.
Pronto estos religiosos jesuitas aprendieron las lenguas indígenas, defendían a los esclavos de sus cazadores y supieron ganarse a los nativos americanos quienes los buscaban y adherían a sus programas por voluntad propia.
Fundaron sus misiones por toda la América colonial, introduciendo en esas comunidades el concepto de sistemas eficaces y autosuficientes. Esas comunidades se llamaron «reducciones», las cuales no eran otra cosa sino pequeños pueblos donde se organizaban las misiones en estructuras de cargos públicos.
En cada una existían un jefe superior, alcaldes y regidores que integraban el Cabildo. Era mucho como para no convertirse en sospechosos de quién sabe cuántas cosas.
La realidad es que tanta eficiencia acabó dando como resultado la expulsión de las colonias españolas a partir de 1759 y desembocó en la disolución de la orden en 1773. El proyecto de las reducciones fue desmantelado hacia el Siglo XVIII con lo cual el sistema misionero jesuita se derrumbó, causando la dispersión de los pequeños pueblos indígenas.
Los incómodos jesuitas
Los hijos de San Ignacio han sido sistemáticamente expulsados y vueltos a recibir en distintos países y tiempos.
El padre José Del Rey Fajardo -Zaragoza, España, 1934- forma parte de un cuadro referencial en la Compañía de Jesús donde figuran los jesuitas históricos. Pertenece a esas generaciones que se formaron «a sangre y fuego». Y no sólo por la férrea disciplina propia de la formación religiosa, sino por la exigencia académica de tiempos donde en las aulas jesuíticas primaba la rigurosidad impuesta por eruditos y auténticos sabios.
Con ocasión de la celebración los 500 años de la conversión de Ignacio de Loyola, como historiador y académico, nos llevó a «navegar» hacia los nacientes de ese río grande y caudaloso que es hoy la presencia jesuita en América Latina. Su línea de investigación se focaliza en los orígenes surcando, cómoda y profunda, las nada tranquilas aguas del siglo XIX.
Cuando indagamos en las razones de tantas expulsiones hacia miembros de la Compañía, se va a la raíz:
«Mira, la Compañía de Jesús nace en el Renacimiento; son otras palabras, son mentes nuevas que dejan tras la Edad Media y dan un paso hacia adelante. En el Renacimiento surgen las naciones, los idiomas locales se imponen, la ciencia avanza considerablemente y llegan los grandes descubrimientos. La resistencia a los cambios es una constante, a pesar de los cambios. El Renacimiento fue rupturista. Eso era incómodo. Y los jesuitas también».
Insiste en que el gran legado de los jesuitas es la Orinoquía, sin la menor duda. Eran científicos y eruditos. Escribieron los primeros tratados de medicina y manejaban la ventaja comparativa de saber latín.
Los precursores
El misionero español san José de Anchieta fue, junto con Manuel da Nóbrega, el primer jesuita que Ignacio de Loyola envió a América. Otro célebre sacerdote jesuita -llegado de Valencia, España, en 1886- fundó varias poblaciones en los ríos Meta, Apure y Orinoco, investigando todo acerca de la historia natural del gran río y sus afluentes.
Fue el padre José Gumilla, escritor y explorador, quien organizó todos sus hallazgos en una célebre publicación que denominó «El Orinoco Ilustrado» la cual salió a la luz en 1741, mostrando precisos mapas y una completa referencia de su exuberante flora y fauna. Llegó como misionero y terminó siendo el gran cronista del majestuoso río. Nunca se fue y falleció en los Llanos venezolanos el 16 de julio de 1750.
Otros regresos y expulsiones tendrían lugar después. Y lo demás es historia.
San Ignacio falleció el 31 de julio de 1556. Fue beatificado en 1609 y 1622. Fundó la orden religiosa de los jesuitas. En América han pisado fuerte con tal cantidad de obras que cuesta resumirlas.
Los primeros misioneros jesuitas en el continente llegaron a Brasil en 1549 y a Venezuela en 1628. Y así… Memorable su presencia en Paraguay, inmortalizada en la famosa película «La Misión» (1986) ambientada en el siglo XIII, protagonizada por Robert de Niro y Jeremy Irons, bajo la dirección de Roland Jofée y la cinta musical del genial maestro italiano Ennio Morricone.
Ad maiorem Dei gloriam (A la mayor gloria de Dios)
La historia de los jesuitas es tan épica como la de su fundador. Expulsados y regresados a nuestras tierras hoy desarrollan iniciativas que han sobrevivido a la tremenda crisis que viven nuestros países, a partir del liderazgo moral que sus miembros ejercen en la sociedad y el mundo académico e intelectual.
A través de sus colegios y universidades han formado élites de líderes políticos y sociales muy destacadas a lo largo de generaciones. También se internaron en las zonas más necesitadas para instalar las escuelas populares «Fe y Alegría», un proyecto educativo nacido y «criado» en Venezuela el cual ofrece educación gratuita en primaria y secundaria y que hoy se extiende a las redes sociales con emisoras radiales propias.
«Fe y Alegría» se ha esparcido por el mundo entero. Igualmente exitosas son las escuelas de servicio que impulsan los jesuitas involucrando a grandes cantidades de jóvenes. Infunden esperanza y potencian las posibilidades de la juventud para incidir en sus comunidades como agentes de cambio. Es la apuesta de pastoral juvenil de las diferentes Provincias del continente.
Todo lo hacen «A la mayor gloria de Dios».
Visionarios y adelantados
Son muchos los libros y conferencias que se han leído y escuchado acerca de la medular presencia de los jesuitas en nuestro continente. Uno de ellos fue el de Jeffrey Klaiber sj, donde identifica tres temas que son los hilos conductores de una época a otra: la inculturación, la defensa de los pueblos nativos y otros marginados y la capacidad creativa para adaptarse a los nuevos tiempos.
Cierto es que si los jesuitas destacaron por algo fue, especialmente, por su esfuerzo para comprender las culturas nativas de América y para evangelizar a los indios del Nuevo Mundo recurriendo a categorías mentales que estos últimos pudieran entender. Esta labor la llevaron a cabo no solo en América Latina, sino en lugares como China e India. Ya por el siglo XVII, los jesuitas se habían establecido como la orden más influyente, tanto de la América española como la portuguesa, como educadores, misioneros, predicadores, consejeros y escritores.
En pleno siglo XVII, los jesuitas fueron visionarios y adelantados. Intentaron entender mejor a las personas con las que habrían de convivir y a las cuales aspiraban transmitir el Evangelio de Cristo. Asumieron, entonces, una tarea nada sencilla: aprendieron los idiomas aborígenes y adoptaron su modo de vivir, costumbres, ropaje, tipo de vivienda y comían lo mismo que el indígena.
Se puede decir que la Compañía de Jesús fue la orden religiosa con mayor éxito en la cristianización de los indígenas, no solo por su calidad humana y formación, sino porque aprendieron las lenguas nativas de los indígenas y su comunicación con ellos era fluida.
La Compañía de Jesús ha desarrollado en el continente un fuerte compromiso con la justicia social el cual arrancó cuando, a finales del siglo XVI, comienza su presencia en tierras americanas. Y se mantiene.
La persecución los hace fuertes
El hostigamiento a los miembros de esta congregación abunda. Hace pocos meses fue expulsado de Cuba el superior de los jesuitas, el padre David Pantaleón, sacerdote querido, respetado y consecuente con esa sociedad sufrida a la que sirve desde que llegó procedente de su tierra, República Dominicana.
El padre Pantaleón cumplía con su deber. Lo hacía coordinando acciones para acompañar a los jóvenes presos y sus familias, luego de las protestas que el pueblo cubano viene protagonizando en demanda de libertad, mejores condiciones de vida y Justicia.
Baste recordar como el recién designado Provincial de la Compañía de Jesús en Venezuela, padre Alfredo Infante, no hace mucho que fue amenazado de ser sometido a juicio por formar parte de un equipo de defensores de derechos humanos que alertaban sobre los peores crímenes de nuestros tiempos: las ejecuciones extrajudiciales. El mencionado sacerdote tiene, también, una larga trayectoria de trabajo en el Servicio Jesuita para Refugiados, otra de las iniciativas de esta orden religiosa para atender el gran drama planetario de hoy: los desplazados, la migración.
Los jesuitas luchan por igual, en cada uno de nuestros países, contra la invisibilización de la pobreza y la profundización de la desigualdad social. Si bien han dedicado, y dedican, buena parte de su esfuerzo a la educación -básicamente universitaria-, el deterioro de las condiciones de vida y de la integridad institucional en estos entornos, los ha hecho asumir un creciente combate por restituir la dignidad al ciudadano y también al poder.
Apoyados en la Doctrina Social de la Iglesia, su labor pastoral es un constante conectar con el ineludible compromiso evangélico: estar con los pobres, apostar por ellos. En definitiva, caminar junto a ellos en lo que el Papa Francisco ha llamado Iglesia en salida hacia las periferias de los humildes.
En México y en El Salvador, los matan. En Nicaragua, los hostigan. Fue notoria y premonitoria la campaña de calumnias y agresiones que sufrió la Universidad (UCA) cuando, los directivos y particularmente su rector, el padre José Alberto Idiáquez así como también otras instituciones y personas ligadas a la Compañía de Jesús en Nicaragua, fueron objeto de una sostenida campaña «mentirosa y calumniosa», acompañada del asedio financiero, económico y físico constante más fuerte de los últimos tiempos.
El padre Idiáquez fue amenazado en aquella ocasión por su participación en la Mesa del Diálogo convocada por la Conferencia Episcopal en un intento por atajar la crisis y lograr un camino de paz para Nicaragua.
El valiente mensaje de los jesuitas latinoamericanos no se hizo esperar y, manera frontal, responsabilizaron «al Sr. Daniel Ortega y a la Sra. Rosario Murillo» por la seguridad, la vida y la integridad de los miembros de la UCA, especialmente al P. Idiáquez, quien, recordamos, fue blanco de amenazas de muerte durante la crisis de violencia desatada en Nicaragua. Hoy, ya sabemos los niveles que alcanza esta escalada contra la Iglesia Católica.
Las universidades jesuitas contra las dictaduras
Hace un par de años, las universidades jesuitas de América Latina se unieron para presentar una singular propuesta: crear un observatorio permanente de la democracia en un continente que está «bastante lejos de tener democracias plenas».
El propósito fue impulsar interesantes iniciativas en defensa de la inerme ciudadanía, cada vez más de lado, más descartada –como diría el Papa Francisco- en nuestras naciones, limitada por la pobreza y el advenimiento de gobiernos autoritarios y dictaduras en firme como es el caso de Cuba, Venezuela y Nicaragua.
Han mantenido una línea de investigación sobre la cotidianidad y sus hechos más relevantes que faciliten la denuncia pero también la formulación de propuestas. En aquella ocasión, el padre general de la Compañía de Jesús, Arturo Sosa, señaló la necesidad de hacer seguimiento académico a la realidad de los sistemas de gobierno de la región, con el fin de fortalecer la soberanía ciudadana.
Los jesuitas están convencidos de que la defensa de la democracia exige un trabajo diario, constante, ininterrumpido. Sobre todo en nuestros países, donde debemos dormir con un ojo abierto y otro cerrado debido a la fragilidad de nuestra institucionalidad, lo que hace tremendamente vulnerable al sistema. Así que se impone vigilar a fin de asegurar la transformación social y la defensa de las estructuras que posibilitan la vida en democracia.
La Cruz del Papa
En relación a nuestro continente, se escuchan algunas voces que tachan al Santo Padre de permanecer «ajeno» a lo que ocurre. Lo primero que hay que poner de relieve es que, siendo latinoamericano, está perfectamente bien informado de las penurias de cada pueblo y cada país, tanto como de las que sufre la Iglesia, que son las mismas. Pero algunos quisieran que hiciera y/o dijera más, ignorantes -intencionales o no- de los rieles por donde se desplaza la diplomacia vaticana, como Estado que es al fin.
Muchos gestos, enunciado y decisiones se han sucedido que darían luces a los buenos entendedores, esos que no necesitan de muchas palabras. Los implacables detractores del pontífice no tienen la menor idea de lo que se hace, cómo y cuánto se hace, lo que tampoco la Santa Sede plasmará en un panfleto para hacerlo circular y enterar a los mortificados. Eso no va a pasar.
A veces, da la impresión de que son los católicos los menos interesados en informarse y comprender. Sucedió con Pío XII cuando lo señalaban de «pro-nazi», con Benedicto XVI cuando lo acusaron de lo mismo por distinta razón, con Juan Pablo II ahora que lo colocan en el banquillo de los acusados bajo incriminaciones sin la menor base de sustentación y ahora Francisco con el sambenito de «comunista». Todo se ha caído y seguirá cayendo por el peso de las evidencias que aporta la realidad y de la verdad histórica, que siempre refulge, implacable.
Son las cruces de los papas, entre muchas otras que deben cargar. Unas amargamente inmerecidas; otras no. Lo cierto es que cada Papa ha respondido, desde sus circunstancias y posibilidades a los retos de su tiempo. Todos anclados a la doctrina, fieles a su compromiso y conscientes de sus limitaciones y contingencias. Después de todo, cargar con la injusticia de la difamación y la incomprensión a sus espaldas, es gaje del oficio. También y peor le tocó a Nuestro Señor.
Jesuita hasta los huesos
Aparte de oriundo del «fin del mundo», como él mismo llamó a América al ser presentado en el balcón de San Pedro, es jesuita hasta los huesos aunque ahora sea el obispo de Roma. De manera que su historia compartiendo luchas y esperanzas es la misma de sus hermanos. Mismas angustias, mismas alegrías y mismas tristezas, como las que debió sentir al saber de los recientes asesinatos de jesuitas en México, por ejemplo, y el orgullo que debió invadirlo al ver la entereza que mostró esa comunidad y el coraje demostrado pidiendo justicia.
Valga la oportunidad para focalizar en el colmo de la necedad que se pasea por este continente, cual es oír algunos católicos repitiendo esa especie de mantra trasnochado de que «el papa es comunista» porque recibe a unos y no desecha otros, o porque sonríe con unos y parece serio con otros, o porque alerta acerca de los totalitarismos, todos.
Lo hace contra los tiranos de cualquier signo pero los más ciegos quisieran que sólo disparara contra los «zurdos», sabiendo que la ideología es engañosa y pretende encubrir que los hay de todo pelaje y abusan del poder con idéntica crueldad.
Al papa Juan Pablo II le tocó enfrentar a los déspotas comunistas; a Francisco, en su Argentina natal, a los dictadores militares autoproclamados de derecha, durante un buen trecho posesionados del Cono Sur. En Venezuela tenemos un dicho muy popular que ilustra con sabiduría cómo procesar estas diferencias: «Quien fue picado de culebra ve bejuco y se asusta».
Cada quien vivió lo suyo y fue víctima por igual de la clase de tirano que le tocó. Todos fueron picados por distintas serpientes, pero igualmente venenosas para la dignidad del ser humano que la Iglesia, la primera, debe hacer valer. Es muy comprensible, entonces, que se alarmen – cada uno desde su particular experiencia- ante la presencia de semejantes proyectos de caos y opresión. Pero hay un solo norte: velar y estar dispuesto a defender los valores la persona humana allí donde su integridad se encuentre en juego. Y eso los ha ocupado e inspirado el magisterio de nuestros pontífices desde que, con León XIII abordaron la llamada «cuestión social».
El papa Francisco no es la excepción. Ha calificado a los totalitarismos de «groseros»; ha dicho que el pueblo cristiano tiene que hacer política para producir cambios desde la fe; y ha claramente pedido, siempre, recordar las persecuciones de los totalitarismos. Es un jesuita latinoamericano y, además, es el sucesor de Pedro. No le queda otra.
Y, como jesuita, pisa callos
Todo este recorrido por el quehacer de los jesuitas en nuestras tierras nos afianza en la certeza de que están plenamente consustanciados con el magisterio del papa Francisco que comparte su espiritualidad y anhelos.
El compromiso es grave y claro. Ya lo decía el cardenal Baltazar Porras -que no es jesuita, pero se entiende con ellos de maravilla- cuando tiempo atrás, antes de partir a Roma por el Sínodo de la Amazonía, le preguntamos acerca de reconversión personal y eclesial de que habla el Papa y que tanta polémica causa:
«Que haya grupos, incluso dentro de la Iglesia, en contra o confundidos, eso es normal porque este Papa resulta molesto, pisa callos y no teme tocar puntos álgidos. Por eso, más allá de ello, decimos que todo esto supone una reconversión porque el tema de fondo sigue allí: no podemos continuar como vamos. Estamos obligados a plantearnos que hay que cambiar».
El papa Bergoglio ha resultado tan incómodo como sus antecesores en América. Como los jesuitas en todas partes. Pero todo lo hace «a la mayor gloria de Dios».
Este sábado se cumplieron 50 años de la profesión solemne religiosa de Jorge Mario Bergoglio, hoy papa Francisco, que ingresó a la Compañía de Jesús el 11 de marzo de 1958 y profesó el 22 de abril de 1973, en una fecha muy especial para los jesuitas.
Desde un rincón del fin del mundo, nuestro humilde homenaje a un pontífice que llegó para «hacer lío». Y el lío llegó para quedarse. Nuestra Iglesia sabrá hacer el mejor provecho .