Es necesario concluir bien los duelos. De otro modo, corremos el peligro de que el pasado nos prive de reconocer lo que viene. Esta realidad del duelo la podemos entrever en el llanto de María Magdalena ante el sepulcro vacío. Sus lágrimas representan el desgarro ante lo que hemos perdido. Por ello, nos es tan cercano su dolor y nos conmueve tanto su desconsuelo. Le ha sido arrebatado su mundo. Con la muerte de Jesús y la desaparición de su cuerpo ya no le queda nada de lo que daba sentido a su vida, nada de lo que le había devuelto la razón de existir.
Nuestros llantos, como el suyo, la mayoría de las veces son por nosotros mismos. Quedamos atrapados en la angustia de la pérdida y se alarga nuestro dolor, incapaces de acoger lo que nace a través de eso que hemos perdido. Es una realidad tan paradójica que nos cuesta mucho creer que algo comenzará después de la pérdida.
Un pérdida repentina
Nos cuesta incorporar lo que es demasiado nuevo. Necesitamos referentes. La presencia de Jesús para María y los primeros discípulos había sido tan cercana, tan tangible. Pero eso era solo el primer paso de un seguimiento que iba a llevarles mucho más lejos de lo que habían previsto, a un modo de comprender a Dios, a sí mismos y al mundo completamente distinto.
Todo había desaparecido de pronto, sin darles tiempo a reaccionar. Como María, también nosotros lloramos la pérdida de determinadas imágenes de Dios, así como asistimos a un duelo colectivo por la disminución de la relevancia del cristianismo. Nos cuesta sostenernos en este vacío. Esta tristeza nos impide reconocer las nuevas manifestaciones del Resucitado.
La novedad de la vida
Los relatos de las apariciones son irrupciones de una presencia que es externa e interna a la vez, cuyos efectos son siempre los mismos: abrir frente a la cerrazón, desplegar frente al replegamiento, impulsar frente a la inercia y a la regresión. «¿No ardían nuestros corazones mientras nos explicaba las Escrituras?» (Le 24,32).
María Magdalena, si bien reconoce con un gozo limpio a Jesús y se postra ante él, también lo retiene y lo reclama. Cuando re-conocemos al Señor, nos cuesta no aferrarnos a Él. Nos acercamos al misterio porque le ponemos nombre y forma, pero al mismo tiempo lo limitamos y empequeñecemos en la misma formulación que nos acerca a Él. Seguimos atados a inercias que nos frenan. Nos resistimos a quedarnos sin imágenes de Dios. Tenemos la tentación de retener las antiguas y ello nos priva de un Dios mayor.
La historia de Dios con la humanidad
La resurrección de Jesús nos introduce en un dinamismo que apenas ha comenzado. Nos hace comprender que no lo podemos agarrar entre las manos, ni con los sentidos, ni con la mente, ni con las palabras, ni con los conceptos. Toda palabra o formulación sobre Dios es solo un comienzo, nunca algo que lo pueda contener y a nosotros detener, por tanto, nuestra búsqueda y nuestro re-descubrimiento del rostro de Dios, no termina en esta vida.
"Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se agarra con la mano, ni tampoco se puede poner algo en el lugar de Dios; y por otro lado, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un «Tú» que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su Cielo para mirar desde lo alto a la humanidad. Sin duda, Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece pactos, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación de Dios que se revela progresivamente al hombre, que hace conocerse a sí mismo, su rostro" (Benedicto XVI).