Todo ser humano tiene temor a la muerte porque se trata de algo desconocido y, por supuesto, de un fin a todos nuestros apegos. Hasta nuestro Señor Jesucristo sufrió cuando perdió a su querido amigo Lázaro, como lo narra el Evangelio de san Juan:
"María llegó adonde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: 'Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto'. Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: '¿Dónde lo pusieron?'. Le respondieron: 'Ven, Señor, y lo verás'. Y Jesús lloró. Los judíos dijeron: '¡Cómo lo amaba!'"
La separación es inevitable
Quizá podemos pensar que los amores que tenemos en la vida serán eternos, pero eso no es cierto. Todos los seres vivos tenemos un fin, y en el caso de los humanos; es parte, también, del plan de Dios, porque con la vida que nos regala podemos ganarnos en cielo. Y en ese plan entran también las relaciones que cultivamos a lo largo de nuestra existencia.
A veces son tan profundos nuestros afectos que, cuando faltan, creemos que la vida se nos irá con ellos, sin embargo, se aprende a estar sin su presencia física. Penosamente, existen personas que no pueden dejar ir a los ausentes porque su apego emocional es excesivo. No se trata de juzgar si está bien o no, sino de entender que el que muere ha partido y su misión en esta vida concluyó, no así la de quien le sobrevive.
No mueren para siempre
La muerte de ese ser amado impacta a todos los que lo conocían, especialmente a su familia y amigos cercanos. Pero sucede que, cuando se le recuerda, revive en las mentes y en los corazones con tanta fuerza, que pareciera que no ha pasado el tiempo. Es así que los abuelos recuerdan a sus padres y a sus propios abuelos. Una persona piensa en alguien que falleció hace 30 años y es como si lo volviera a ver. Esa es la maravilla de la memoria con la que Dios nos ha dotado.
Y más aún como cristianos, creyentes de la resurrección, sabemos que la vida es un suspiro, como dice el Salmo 89, 48:
"Recuerda, Señor, qué corta es mi vida y qué efímeros creaste a los hombres".
Pero no será el fin. La muerte es solo el paso a la verdadera vida, ganada por nuestro Señor Jesucristo en el Calvario:
"Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó" (Ap 21, 3-4).
Un día volveremos a vernos, nuestra esperanza está en Jesús, el Señor, y en su promesa de vida eterna. Nos toca esforzarnos para alcanzarla con nuestras obras de fe y caridad.