No siempre es fácil ser padres, y especialmente padres cristianos. A veces nos desanimamos mucho al ver que nuestros hijos se alejan de la fe e incluso nos rendimos. ¿Cómo podemos evitar caer en el desánimo en estas circunstancias?
Educar a los hijos siempre ha sido difícil, pero sin duda lo es sobre todo en una época en la que los padres cristianos a menudo se ven obligados a remar contra corriente: muchos se sienten solos e indefensos ante las influencias que alejan a nuestros hijos de nuestra fe y de los valores que nos gustaría transmitirles.
- ¿Qué debo hacer frente a Julieta, que grita cada vez que le digo que venga a misa?
- ¿Qué palabras podemos encontrar para hablar de Dios con José que se burla de todo lo que le decimos?
- ¿Cómo podemos transmitir nuestra esperanza a Pedro, que está encerrado en sus dificultades?
- ¿Cuál es el significado de la oración en familia cuando se convierte en un lugar de disputas y tensiones?
- ¿Cómo no sentirnos culpables cuando nuestros hijos parecen rechazar todo lo que tratamos de transmitirles, de compartir con ellos?
Confiar en Dios
Lo primero que hay que hacer -y hacer una y otra vez- antes de buscar soluciones y respuestas a nuestras preguntas es darlo todo al Señor con confianza:
- nuestras dudas,
- nuestras preguntas dolorosas,
- nuestros conflictos
- nuestros remordimientos
- nuestro insomnio
- nuestras lágrimas
- y nuestras frágiles esperanzas.
Encomendémosle especialmente a estos niños que son ante todo suyos. Los ama incluso más que nosotros. Él sabe lo que es mejor para ellos. Siempre está dispuesto a perdonar y de cualquier mal sabe sacar algo bueno.
El Señor nos respeta demasiado. Pero al que le grita, siempre responde. Si tenemos la impresión de que Él no nos responde, es porque no estamos dispuestos a recibir Su respuesta, porque nos precipitamos, porque estamos impacientes, o porque buscamos la respuesta que creemos que es la correcta, la que corresponde a nuestras opiniones, olvidando que nuestros proyectos no son necesariamente los del Señor.
No te sientas culpable
No somos padres perfectos y a veces cometemos errores que pueden ser graves. Pero no tiene sentido cultivar la culpabilidad: es una planta tóxica. La culpa es un arma del diablo. Lo que viene de Dios es la contrición, el dolor del que ha herido al amor.
La contrición no consiste en rumiar nuestro remordimiento, sino en ponernos en camino para volver al Padre, como el hijo pródigo. El sacramento de la reconciliación está hecho para esto, para que Dios pueda darnos su perdón, tomarnos en su misericordia, levantarnos y sanarnos. Y cuando Dios ha perdonado, se acabó: volver atrás y reflexionar sobre su pecado sería dudar del amor de Dios.
Pedir ayuda a familiares y amigos
Dios nos ha dado hermanos, especialmente todos aquellos hermanos que son también padres, que se enfrentan, como nosotros, a las dificultades de la educación.
Por supuesto, cada caso es único y no se trata de compararnos con nuestros vecinos, lo que podría desanimarnos o incitarnos a emitir opiniones precipitadas. Sin duda, todos estamos solos ante el sufrimiento y siempre habrá una parte de nuestras dificultades que no podremos expresar.
Sin embargo, la mayoría de las veces, si nos quedamos solos para hacer frente a nuestros problemas es porque tenemos miedo de ser juzgados, malinterpretados o rechazados que preferimos permanecer solos en nuestra angustia. Y sin embargo, ¡qué preciosa ayuda podemos ser el uno para el otro!
Como sabes, a menudo es suficiente poder hablar de un problema para tener una idea más clara. Y en tiempos de angustia, son las pequeñas cosas las que te ayudan a recuperarte: una sonrisa, una llamada de un amigo, un gesto afectuoso, etc. Más que nunca, permanezcamos juntos, cerca unos de otros, abiertos, disponibles, capaces de escuchar sin impaciencia y de acoger sin juzgar. Es difícil, pero con Dios, es posible.
Santa Mónica, la protectora de todos los padres desanimados
“El hijo de tantas lágrimas no puede perecer.” Estas fueron las palabras que consolaron a Santa Mónica cuando siguió orando y llorando por su hijo Agustín, a quien veía cada día alejarse más y más de Dios. Cuando se fue a Italia, ella pensó que estaba perdido. Y fue allí, sin embargo, donde el Señor le esperaba.
“El hijo de tantas lágrimas” no se perdió, se convirtió en el gran San Agustín. ¿No sería Santa Mónica la protectora de todos los padres desanimados? Pidámosle la fuerza para aguantar. Entonces los santos se levantarán.
Christine Ponsard