Los primeros en venir a contemplar al Niño Jesús fueron simples pastores. Como ellos, todos estamos invitados a ir al establo con las manos vacías, pobres. Pero, ¿cómo lo hacemos?
Todo el Evangelio de Navidad nos habla de la pobreza.
Pobreza de José y María, humildes servidores de un inmenso misterio y que, lejos de casa, no tienen ni siquiera un techo sobre sus cabezas para que nazca el niño.
La pobreza de los pastores, atrapados por el miedo cuando la gloria del Señor se manifiesta por ellos y que, a diferencia de los Reyes Magos, no tienen ningún tesoro que dar a Jesús.
Pobreza de Dios mismo, cuya divinidad está escondida en nuestra humanidad y cuya omnipotencia acepta transformarse en una dependencia total.
Dios es el rey de reyes y, sin embargo, desde su nacimiento, conoce la precariedad y, pronto, la persecución y el exilio. Dios que no obliga a nadie a acogerlo, ni en las posadas de Belén hace dos mil años, ni tampoco en nuestro corazón hoy.
Cuando los regalos esconden a la Navidad
Vamos a celebrar la Navidad: ¿pero de qué manera? ¿Pobremente? Aunque no seamos ricos, nuestras casas no se parecen al pesebre y para muchos de nosotros, en esta noche de Navidad, la mesa y los zapatos estarán bien aprovisionados.
“Cada año”, dice Jean, padre de cuatro hijos, “me pregunto dónde está la Navidad en todo esto. Finalmente, la comida y apertura de los regalos requiere más tiempo y energía que la misa. Es el mundo al revés.”
La opinión de Marion es la misma: “El día de Navidad, que debe estar lleno de alegría y paz, se caracteriza a menudo por la molestia de los niños más pequeños, el aburrimiento de los niños mayores, todo ello en un contexto de mal humor por la falta de sueño”.
Sí, ¿dónde está la Navidad en todo esto? A veces empezamos a soñar con una Navidad sencilla, despojada y pacífica, sin tensiones familiares, sin preocupaciones materiales, donde sepamos transmitir a nuestros hijos el sabor de Dios más que el de los bienes terrenales, donde podamos tomarnos el tiempo de acoger la buena noticia de la Natividad y anunciarla a nuestro alrededor como los pastores de Belén.
Pero en la práctica, las cosas no son tan sencillas. Aunque es bueno cuestionarse, es importante mantener ciertas costumbres familiares porque son importantes para los que amamos.
La Navidad es a menudo una oportunidad para reunirse en torno a los abuelos, para redescubrir rituales llenos de recuerdos, que algunas personas esperan a lo largo del año. Sería paradójico que, bajo el pretexto de preservar el significado de la Navidad, hiciéramos daño a nuestro cónyuge, a nuestros padres o suegros.
Tal vez podamos decidir simplificar algunas cosas, organizar la tradicional reunión familiar o la comida después de la Misa de una manera diferente. Pero, nos equivocaríamos si despreciáramos la dimensión material de la Navidad. No podemos cambiar los hábitos y costumbres familiares de la noche a la mañana.
La Navidad es el momento de alegrar a los demás y no entristecer a la suegra o de decepcionar a los niños. Por eso conviene tener en cuenta las necesidades, deseos y hábitos de los demás.
Si ciertas costumbres nos molestan no olvidemos que somos unos afortunados. A muchas personas les encantaría poder celebrar la Navidad en familia. Alegrémonos al renunciar nuestros sueños de unas navidades idílicas y perfectas.
La pobreza consiste menos en un despojo externo que en un desprendimiento interno. La verdadera pobreza no es el resultado de una elección, sino del consentimiento.
Celebrar pobremente la Navidad es acoger lo que se nos ha dado para vivir, y plegarse con alegría a las exigencias familiares, aceptando sin amargura las dificultades, imperfecciones y cargas que hacen que la celebración navideña no corresponda realmente a lo que podríamos esperar de ella.
Probablemente no podamos decidir plenamente el contexto en el que celebraremos la Navidad, pero somos libres de elegir cómo la recibiremos. ¿Libres de dejarnos despojar de nuestra propia voluntad, de buscar nuestra alegría en la de los demás y de maravillarnos de lo que es en vez de soñar con lo que no es?
Christine Ponsard