Orando fielmente, tarde o temprano llegarás a un límite, aquel de la oración interna. Esto es lo que debes hacer para lograr este “nuevo mundo” y entrar en la contemplación
Para muchos, la contemplación es un continente inexplorado, sin embargo presentido, a veces hasta vislumbrado. Un más allá que con demasiada frecuencia despierta miedo más que deseo. Hemos escuchado hablar, pero no nos imaginamos ir allí por nosotros mismos.
Admiramos el testimonio de los místicos: los grandes clásicos (santa Teresa de Ávila, san Juan de la Cruz …), otros más cercanos y más populares (san Padre Pío o Marta Robin), pero no nos apetece imitarlos.
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Es cierto que ellos son inimitables. Si los maestros espirituales escriben, no es para ser imitados, sino para inspirar. La historia de un alma siempre es inédita. No hay dos caminos iguales. Cada uno tiene un camino a seguir.
Pero ahí está el problema: demasiados cristianos de buena voluntad se quedan a mitad de camino.
Permanecer en Cristo, como Él permanece en nosotros
Comparemos nuestra oración habitual con una procesión en la explanada de la iglesia. Es hermoso, necesario, pero ¿cruzaremos el umbral? ¿Nos atreveremos a entrar en el Santo de los Santos?
Nuestra oración gira en torno del misterio. Ella se acerca y al mismo tiempo lo esquiva. ¿Irá más lejos? Con Moisés, arriesgándose en la nube de la sombra y de la luz, con Elías arriesgándose en el silencio de la Presencia.
Es el momento en que las palabras se callan, el flujo de los pensamientos se suspende, el alma está en paz y en silencio “como un niño en el regazo de su madre” (Sal 130, 2).
Una palabra traduce bien esto. Aparece 39 veces en el evangelio de san Juan. Es la palabra “permanecer“.
“Si alguien me ama, guardará mi palabra; mi Padre lo amará, mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él” (Jn 14, 23). “Permanece en mí como yo en ti” (Jn 15, 4). “Permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). “Vivo, pero ya no vivo yo, es Cristo el que vive en mí” (Ga 2:20).
Es cierto aprendo a vivir en Él: “Ten las mismas disposiciones, el mismo amor, los mismos sentimientos” (Flp 2, 2).
Contemplar es convertirse
¡Atención! Esta convergencia que tiende a la coincidencia no es de carácter fusional. La fusión es una confusión. La mística auténtica es del orden de la comunión. ¡No es lo mismo!
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Esto es lo que distingue la contemplación cristiana de la “meditación” en boga en el New Age.
Un punto típico de esta religiosidad más o menos oriental es la tentativa de superar la alteridad, considerada como un estado inferior (dualista) de la conciencia.
A veces es el yo que debe disolverse en el Todo (como la muñeca de sal se disuelve en el océano), a veces es la divinidad que debe ser identificada como el yo profundo.
En ambos casos, la oración ya no es más un corazón a corazón. El diálogo se convierte en un soliloquio. El camino no conduce a nada ni a nadie.
Al contrario de lo que a menudo escuchamos, no es haciendo el vacío como entramos en la oración profunda. Es más bien haciendo el pleno. ¡No confundamos así yoga y contemplación!
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María “guardaba todas estas cosas en su corazón”, imagen perfecta de la Iglesia en oración. Hagamos como ella. Recordemos un rasgo del rostro del Señor, una de sus palabras, uno de sus misterios, y permanezcamos largamente en su presencia.
A veces en la contemplación adquirida, uniéndonos al Señor fielmente, laboriosamente, e incluso dolorosamente. A veces en una contemplación infusa, dejándonos llevar en su santa presencia. Mientras tanto, en secreto, el Espíritu actuará. ¡Nos convertiremos en otra persona!
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