Gestionar las disputas entre niños es a menudo una fuente de desesperaión y estrés para los padres. Una situación donde más vale prevenir que curar…
Menuda tarea. A ustedes, padres y madres, les habría gustado albergar bajo su techo, con alegría y buen humor, una réplica de la Sagrada Familia. Pero el plan ha hecho aguas un poco. Algunos días, les parece estar criando más bien a Caín y a Abel, Jacob y Esaú, José y sus hermanos…
¿Hay que resignarse a ver cómo vuelan entre ellos insultos, a veces objetos contundentes, y llevar continuamente unos cascos antirruido hasta que el último beligerante haya abandonado el hogar? ¡Claro que no!
La disputa, señal de alerta
En vez de cubrirse los oídos, más vale que abran los ojos. Las rabietas recurrentes de uno contra otro pueden ser síntoma de rivalidades subyacentes cuyo origen puede resultar desconocido en parte a los padres. Así, a menudo ustedes creen estar resolviendo algo que llaman celos, intentando establecer una igualdad de trato entre todos. Sin embargo, esta empresa es ilusoria, destinada al fracaso.
Bajo el manto de la igualdad, sus hijos reclaman en realidad exclusividad. Parecen desear la misma cosa que el otro, pero en realidad la quieren para ellos solos. Tiempo, espacio, tranquilidad, atención, regalos, charlas… de uso exclusivo.
Cuando cada niño tiene el sentimiento de disfrutar de aquello que necesita para sí mismo, las disputas en general bajan de nivel. Las discusiones constantes atraen primero la atención de los padres y su intervención en el ámbito mismo del conflicto, pero sepan ver también ahí, ante todo, una señal de alerta.
El niño que entra en pelea les advierte de una carencia que expresa la búsqueda de conflicto. Puede haber causas profundas, pero también simples elementos desencadenadores.
El principal motivo es la ociosidad. Cuando no se sabe qué hacer, fastidiar al vecino es una actividad estimulante. Integrar al joven con ánimo belicoso en las actividades de los padres es un medio eficaz para desactivar los conflictos.
Dar ejemplo
En resumen, esas disputas invitan a la coherencia: el niño aprende imitando. ¡Intenten no dar el espectáculo con una vida de pareja que se reduzca a la gestión de malentendidos!
Hagan de forma que el niño comprenda que no hay que gritar a los hermanos y hermanas porque, en la vida, nadie tiene derecho a gritarle a nadie.
No discutir delante de los niños es el mejor y más exigente de los argumentos. Es lo que da coherencia a la palabra de ustedes cuando les dicen: “No hables con ese tono a tu hermano, no pegues a tu hermana, porque ya ves que los adultos no lo hacen. Nunca…”.
Así es có los niños que discutieron antaño con sus hermanos y hermanas, ya adultos aprendieron a superar las insatisfacciones y los ánimos pesarosos.
Jeanne Larghero