El avión que había abordado, se elevó pasando por una fortísima turbulencia sacudiéndose como si se fuese a desplomar, para luego rebasar el techo de la tormenta y tomar un vuelo sereno.
Mi vida, igual atravesaba una fuerte turbulencia; mientras esperaba el día en que, de alguna manera, entraría finalmente en una zona de segura estabilidad… como en aquel avión. No tenía plena conciencia de que tal cosa no la lograría jamás por mí mismo.
Entre otras cosas, porque siendo de la generación digital, manejaba mucha información con poca capacidad de reflexión para interiorizar las cosas.
Muy sociable y muy mundano, medía mi autorrealización entre eventos y logros, tratando de ir más aprisa. Mientras que, paradójicamente era un adicto al mundo digital, participando asiduamente en varios grupos de redes sociales, siendo ávido seguidor de tal o cual influencer.
Luego, todo cambió, me sobrevino una difícil enfermedad por la que perdí el trabajo y gasté todos mis ahorros.
En mi postración recibía algunas cortas visitas que no se repitieron. Pues los que consideraba mis amigos, me ofrecieron solo un acompañamiento virtual, de mensajes reenviados con los consabidos contenidos de rara espiritualidad y sentimentaloide humanismo.
Mensajes a los que con complacencia me había acostumbrado, y ahora detestaba.
Compartir... vacío
Al leerlos estando en mi forzosa inactividad, me di cuenta de que yo, al igual que mis amigos y el común de la gente que conocía, seguíamos en exceso los sentimientos sensibles. Y que, en vez de tratar de personalizarlos, experimentábamos posicionados dentro del esquema anónimo, propuesto tanto por las redes como por la publicidad, televisión, radio, etc.
Reflexioné entonces en todo lo compartido con solo tocar una tecla sin apenas reflexionar, como: chistes, rumores, política, diversiones noticias del mundo artístico etc., etc... Eran textos, imágenes y videos que en su profusión y vacuidad impedían el compartir la interioridad de nuestro ser sin que apenas nos diéramos cuenta.
Con poca sensibilidad participábamos de la mofa de muchos valores humanos, muchas veces rayando en lo vulgar.
El colmo del absurdo era que, alejándonos del trato personal en nuestras reuniones, atendíamos más el celular pendiente de alguien ausente, ignorando a quienes estaban presentes, ya sea para ocultar la inseguridad, la timidez o por verdadera adicción.
Gradualmente me di cuenta de que tal fenómeno ponía en evidencia que, si necesitábamos distraernos o entretenernos tanto en la mundanidad virtual, era, sobre todo, porque estábamos desarrollando cada vez más la incapacidad de volvernos sobre nosotros mismos, para tener otra forma de vida.
Encontrarme en mi intimidad
Una vida más humana y más plena que en la postración de mi enfermedad clamaba en mi interior.
Era por todo eso, que cuando más los necesité, sentí el vació desde su ser personal. Y en ellos me vi reflejado, sintiendo una penosa soledad.
Fue entonces que sentí la necesidad de hacer un viaje, no a un lugar distante, sino al interior de mí mismo, a mi intimidad personal, para aprender a abrirla a alguien que tuviera en sus manos el sentido verdadero de esa vida que estaba consumiendo en la superficialidad.
Alguien que me mostrara el camino del verdadero encuentro con mis semejantes en el mundo real de lo ordinario, lejos de la vacuidad del mundo digital.
Y me encontré a mi Dios olvidado.
La conciencia de nuestra propia identidad, la conciencia nosotros mismos, solo la alcanzamos en nuestra relación con Dios y con los demás, en un trato de intimidad y apertura de persona a persona.
Testimonio anónimo para Aleteia.
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