Tengo labios impuros, corazón impuro, alma impura, mirada impura. La impureza tiene que ver con el corazón, con los ojos, con el alma.
Pensar mal de mi hermano, juzgar una y mil veces, mirar con malos ojos los comportamientos de los demás.
Ser egoísta, buscar mi placer antes que el de aquel a quien amo, buscarme a mí mismo al entregarme.
La mirada impura me vuelve infeliz. Me siento pequeño y frágil, sucio por dentro. No doy la talla para que Jesús quiera llamarme.
¿Quién no se ha sentido impuro muchas veces? ¿Quién no se ve indigno de estar junto a Jesús?
Dios me limpia
Por eso me cuesta tanto ir a comulgar. Como si la comunión fuera un premio para los de vida intachable y no un auxilio en la necesidad del mendigo.
Yo soy mendigo. Así me siento. Soy menesteroso e impuro. Necesito que Dios me toque por dentro y me limpie:
"Uno de los seres de fuego voló hacia mí con un ascua en la mano, que había tomado de! altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: - Al tocar esto tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado".
Estas palabras me conmueven. El perdón de Dios siempre me salva. Es como un ascua que me purifica y me quema. Me limpia siendo yo impuro.
Jesús me llama y así empiezo a seguirle
Un día, después de la pesca milagrosa, Pedro se siente indigno de su Señor. Pero Jesús le mira limpiándolo. Le pide que se levante. No es indigno. Él lo hace digno.
Jesús me dignifica. Me pide como a Pedro que no tenga miedo. Me lo dice cuando me llama y me pide que siga sus pasos, que reme mar adentro siguiendo su luz, haciendo caso a su palabra:
"Entonces escuché la voz del Señor, que decía: - ¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros? Contesté: - Aquí estoy, mándame".
Y así comienza mi seguimiento. Reconozco mi pobreza e indignidad. Me siento impuro pero me pongo en camino pese a mis miedos y reticencias.
Sin miedo ni excusas, confiando en su misericordia
¿Por qué me llamará a mí? ¿Acaso no conoce mi indignidad? La conoce, sabe cómo soy por dentro, en mi fragilidad. Me mira con misericordia y me llama.
Sigo sin entenderlo. Me ama más allá de mis límites y me pide que no le tenga miedo al mar, ni a las olas, ni a los posibles fracasos.
Que si Él me quiere a su lado es por pura misericordia, no porque yo lo merezca.
Sólo quiere que no ponga excusas cuando me llame. Que no diga que no soy capaz sólo para quedarme cómodamente quieto en mi mediocridad.
Que no le eche la culpa a los demás de mis infidelidades. Ni viva comparándome con otros más capaces para justificar mi molicie y negativa.
Si me pide que lo siga no es porque yo sea mejor que otros, sino porque su amor es muy grande y quiere entregármelo.
Dios hace milagros
Eso me salva y me levanta cada mañana. Me siento pequeño pero al mismo tiempo feliz por su llamada. Como dice san Pablo:
"Por último, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de ser llamado apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí".
La gracia no se frustró en Pablo. Era Saulo, perseguía cristianos, era impuro en su mirada y en su entrega.
Pero Jesús se le aparece y lo tira del caballo de su orgullo. Y lo llama a ser su apóstol. Un aborto, como él dice. Así sucede conmigo.
Yo también soy indigno pero siento que el milagro se obra en mi interior. Su llamada es fecunda en mí, como esa pesca milagrosa.
No soy yo el que obra el milagro. Es Él dentro de mí con su poder el que lo cambia todo.
Mi respuesta: ¡quiero estar contigo!
Me gusta la prontitud de los apóstoles para responder. No dudan. Dejan las redes caídas, dejan a su padre y siguen a Jesús alejándose del lago que era su hogar hasta ahora.
Lo dejan todo y le siguen. Serán peregrinos, no tendrán dónde reclinar su cabeza. Pero no importa.
Se sienten felices porque van a poder estar siempre a su lado. ¿Hará Jesús más milagros? No importa.
Sólo saben que estar con Él merece la pena. Su vida tiene otro sentido. Dejan los peces. Se amplía el horizonte. Renuncian a lo de siempre.
Se abrazan como niños confiados a lo nuevo que se presenta ante sus ojos. Pierden el miedo.