La historia nunca comienza conmigo. Siempre hay alguien que me precede. Nunca soy el primero. Siempre hay un padre. Siempre hay un origen que desconozco, un comienzo que me antecede, un pasado que jamás podré poseer.
Cuando Jesús nos habla del Padre, su figura está llena de ambigüedad. No es tan fácil confiar en Él, y cuando no confías, no preguntas.
Al comienzo de nuestra vida pedimos mucho, pedimos de todo, no dejamos de pedir. Sin embargo, nuestras preguntas se desvanecen lentamente.
A medida que crecemos intentamos hacerlo nosotros mismos. Nos cansamos de preguntar. Pretendemos ser autónomos.
Cuando falla la relación con el padre
Siempre puedes llamar al Padre
Pero, a pesar de ello, hay un Padre al que sí podemos invocar.
Invocar al Padre es renovar mi juventud como hijo cada vez.
Invocar al Padre es reconocer mi historia, mi pasado, el nombre que se renueva en mí.
Invocar al Padre significa que no soy el primero, significa que hay un origen que se me escapa y que jamás podré poseer.
Invocar al Padre es silenciar mis ilusiones de omnipotencia, es reconocer que la vida, sea la que sea, me ha sido dada, sin que yo llegue a ser nunca su dueño.
Sentirse profundamente amado
Solo cuando haya reconocido que tengo un Padre podré empezar a preguntar de nuevo.
Solo cuando esté curado de mi ilusión de autonomía e independencia podré sentirme hijo amado.
Por eso solo podemos orar al padre: ayúdanos a tener todavía fe en la vida. Ayúdanos a no abastecernos para mañana, porque sabemos que nuestro padre volverá mañana del mar.
Sin Padre estamos perdidos
Así la historia reciente nos presenta padres en los que es difícil confiar: volvimos a casa y nos dimos cuenta de que los padres habían vaciado la despensa, ¡los padres se han ido!
No encontrar más un padre significa ya no poder imaginar el futuro, ya no saber quién seré, qué estoy llamado a ser.
En la vida nunca podemos dejar de buscar, esperar o invocar el nombre del Padre, anular ese nombre es ceder a la falsa afirmación de que todo comienza conmigo.