Cada vez que volvemos a visitar un lugar sin alguien que formaba parte de él sentimos un nuevo tipo de duelo. Nos obliga a readaptarnos a esa escena, a encontrar nuevos significados, a permitirnos crear nuevas historias, porque las que teníamos ya no se repetirán.
Es doloroso reconocerse ante unos recuerdos que ahora están incompletos. Es difícil asimilar la ausencia, e incluso nuestros propios sentimientos, ante esos lugares que antes estaban llenos de sentido y significado.
Una parte del duelo
Tener que hacer las cosas que tu ser querido haría por ti –o contigo– es la forma más tortuosa de duelo. Echas de menos cada caricia, cada maniobra, cada parte de esa rutina que era mucho mejor con la presencia de la persona que se ha ido.
Volver a nuestros lugares sin el otro es darnos cuenta, físicamente, del vacío que arrastramos. El vacío del mundo sin la presencia del otro.
El significado que el otro siempre tuvo y el sentido que siempre puso en todas esas cosas que compartían y que validaban de alguna manera vuestra existencia. Es darse cuenta de lo mucho que la otra persona llenaba lugares distintos de la propia vida, y de que el paisaje siempre era más bello gracias a quien amabas.
Duele sin el otro
Al mismo tiempo, es por el otro por lo que seguimos intentando volver a visitar cada lugar de nuestras vidas, reubicando al otro en cada uno de ellos, dentro de ti.
Con el tiempo, el dolor se convierte en añoranza. Se convierte en una deliciosa añoranza de un tiempo valioso que ya no volverá.
Y, sin embargo, sobrevives. Aun así, te das cuenta de que la vida continúa.
Y, finalmente, te das cuenta de que la persona que te dejó se bajó del tren de la vida justo unas paradas antes que tú. Y entonces te das cuenta de que tienes que continuar el viaje solo, con la esperanza de que, en la última parada, os volveréis a encontrar.