Conozco a muchas personas alegres, de risa fácil, de broma en la punta de la lengua. Me río con ellas, porque hacen que la vida sea más bonita, más sencilla y tenga más luz.
Me alegran los que ríen a carcajadas, de la vida, de sí mismos. Los que no se toman demasiado en serio. Los que hacen humor en los momentos más complicados.
Me gustan los chistes fáciles, las bromas inocentes. Quisiera aprender a reírme siempre de mí mismos antes que de otros.
Reírme al ver mis torpezas, reconocerme en mis carencias, comprobar que mis caídas pueden ser motivo de risa para mi alma. No me tomo muy en serio, no merece la pena.
Ni me entristezco cuando se ríen de mí, cuando sonríen al ver mis debilidades. No tendría que enojarme cuando soy ocasión de risa para otros.
Mis defectos distorsionados pueden hacer reír. Y la risa es muy sana. Calma el dolor, elimina la pena.
La alegría verdadera
Con mucha frecuencia compruebo que la alegría que necesito es alabar a Dios por las obras grandes que realiza en mi corazón.
Alegrarme por la bondad de Dios en mi historia, al comprobar que me salva, me quiere, me acompaña. Es la luz que me da saberme amado.
La mayor alegría que disfruto en esta vida es cuando acaricio el amor humano en aquellos que me quieren por lo que soy, no tanto por lo que hago, por lo que logro, por mis éxitos o mis hazañas.
La alegría que da el amor incondicional no me lo da nada en esta vida. Ese abrazo cuando menos me lo merezco es la mayor alegría en mi vida.
El abrazo consolador cuando sé que he hecho las cosas mal y tomado decisiones equivocadas. Es la alegría del Padre que acoge al hijo pródigo cuando regresa a casa.
La alegría del padre es contagiosa. El hijo se alegra al ver la sonrisa de bienvenida. Ya no tiene miedo. Ya no espera un castigo.
La gratuidad alegra el corazón mucho más que el premio por el trabajo bien hecho.
Es la alegría de una sonrisa que no merezco. Me gusta ese abrazo. Y así quisiera dar yo alegría.
Sonrisa duradera
Más allá de los chistes y bromas que alegran por un momento el alma, valoro esa alegría que permanece después de un abrazo, de un encuentro, de una revelación.
La alegría serena del que sabe que su vida descansa en el corazón de Dios y en el amor incondicional que recibe en sus límites de los que lo aman. Decía el papa Francisco:
Satisfacer mis necesidades sólo me alegra momentáneamente. Las cosas del mundo me dejan insatisfecho muy pronto.
Las cosas de Dios dejan una paz en el alma que dura por siempre. Me gusta esa mirada sobre la vida.
No busco satisfacer las necesidades que tengo. Sólo quiero tener la alegría para sonreír en medio de las dificultades, de las cruces.
Una sonrisa profunda porque el corazón descansa en Dios, está anclado en lo más alto, en lo más profundo del cielo.
Me gustaría dar esa alegría a los que están a mi lado. Que se alejen de mí con el corazón más contento.
Hoy estoy alegre cuando la cruz de Jesús se acerca, su pasión y su muerte. Pero sé que detrás de cada tormenta vuelve a salir el sol.
Detrás de cada pérdida sale mi Padre a abrazarme en mitad del camino. Tras cada oscuridad brota una luz para iluminar mis pasos.
Quisiera no perder nunca la alegría del corazón. Eliminar, apartar de mí esos miedos que me llenan de tristeza, alejar de mi alma esas obsesiones que fácilmente me entristecen cuando no logro el objetivo que pretendo.
Quisiera tener un corazón de niño para disfrutar la vida en presente, todo lo que encuentro, todo lo que recibo. Incluso la capacidad para sonreír cuando nada parece salir como deseo.
Y entonces contagiar esperanza. No quitarle nada al dolor que sufro. Pero saber que la alegría no depende de tantas cosas que escapan a mi control.
No puedo controlarlo todo. Sólo puedo confiar y sonreír. Dios ya ha logrado la victoria. Y yo vivo cada día como un regalo.