Son sus segundos Juegos Olímpicos. La primera vez, en Atlanta 1996, Joseph Fitzgerald tenía 25 años y compitió en el equipo estadounidense por la medalla de oro en balonmano. Veintiocho años después, volvió al otro lado del Atlántico para asistir a los Juegos de París. Salvo que ha cambiado de equipo y ya no practica exactamente el mismo deporte. El ahora conocido como Padre Joe pues ha elegido un camino diferente, el del sacerdocio.
Vestido de negro y un poco más alto que la mayoría de los transeúntes, no pasa precisamente desapercibido en esta calle de la capital, frente a la iglesia de Saint-Augustin (distrito 8), donde Aleteia se reunió con él. Con su sonrisa afable y su aspecto deportivo, el padre Joe tiene ese aire carismático y a la vez relajado que uno imagina típicamente americano. Le encanta la emoción que invadió París al comienzo de los Juegos y le trae recuerdos.
"Hay la misma emoción, las mismas ganas de hacerlo todo, de ir a todas partes, de verlo todo, yo también lo he vivido, aunque quizá sería mejor que los atletas se relajaran antes de las pruebas", explica.
Enviado por la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, el padre Joe Fitzgerald es el único sacerdote estadounidense de la capellanía católica de los Juegos Santos, el programa de evangelización de la Iglesia durante los Juegos Olímpicos de París. Durante casi dos semanas, asistirá a los atletas y ofrecerá orientación espiritual a quienes lo deseen. "Algunos han expresado su deseo de rezar y recibir los sacramentos", explica. "La madurez que yo tenía hace treinta años no estaba al mismo nivel que la de estos jóvenes. Están buscando realmente la fe".
"Dios utiliza nuestras experiencias pasadas"
¿Quién iba a pensar que el joven jugador de balonmano de Atlanta, rebosante de talento y con hambre de ganar, asistiría un día a los Juegos vistiendo un cuello romano en lugar de una camiseta deportiva? Nacido en el seno de una familia católica de Nueva York, siguió los pasos de su padre y de su hermano mayor, ambos entusiastas del deporte.
"Mi hermano jugaba al balonmano en el instituto, y como yo era el menor, quería hacer lo mismo y seguir sus pasos, así que empecé a jugar al balonmano", recuerda. "Estuve en el equipo nacional durante 10 años, de 1993 a 2003. En los Juegos Olímpicos de Atlanta, en 1996, y en los Campeonatos del Mundo de 2001".
El Padre Joe dedicó su vida al deporte, entrenando hasta siete días a la semana para preparar las competiciones. Pero nunca se olvida de Dios. "He tenido experiencias atléticas maravillosas, pero allá donde iba, siempre quería encontrar una iglesiaE, dice.
"Los domingos por la mañana, daba igual lo que hubiéramos hecho la noche anterior, si habíamos ido a bailar o a tomar una cerveza, buscaba una Misa, ¡y no había ningún smartphone!"
Después de pensarse mucho lo de casarse, el padre Joe decidió ingresar en el seminario de Nueva York el 30 de agosto de 2001, día en que cumplía 30 años. "Esa es la edad que tenía Cristo cuando comenzó su ministerio público", dice.
Once días después, un avión sobrevoló el seminario donde estudiaba y se estrelló contra una de las torres gemelas del World Trade Center. Fue un calvario para el futuro sacerdote, que perdió a tres amigos en los atentados, entre ellos dos bomberos. "Fue difícil pasar de la vida de atleta a la de futuro sacerdote, y con esta prueba me pregunté: '¿Por qué?'".
El padre Joe confiesa que la valentía de sus dos amigos bomberos que murieron en el incendio sigue inspirándole en las pruebas, al igual que sus antecedentes como atleta. "Un atleta entrena su mente y su cuerpo para enfrentarse a cualquier cosa", explica.
"En un partido, la situación cambia muy deprisa, y hay que saber reaccionar y mantener la calma. Como sacerdote, hay momentos alegres y otros difíciles, por ejemplo cuando alguien me llama para que vaya a asistir a un moribundo, o cuando hay una pandemia mundial y tengo que enterrar a 230 personas en menos de un año".
Pensaba que, al llamarle a ser sacerdote, Dios le pedía que hiciera tabla rasa de su pasado como deportista, pero se da cuenta de que no es así. Al contrario, el padre Joe está ahora convencido de que su experiencia le ayuda a ser mejor y a mantenerse firme ante la adversidad. "Cuando era atleta, había momentos en los que estaba muy cansado, y entonces me decía a mí mismo: "¡vamos, necesitas un poco más!" Además, el tiempo de preparación para los Juegos de Atlanta fue muy duro, porque tuve que perderme muchos acontecimientos familiares. Pero eso me entrenó para estar lejos de mi familia y poder cuidar de los fieles".
"Ser un hijo amado del Padre"
Más que nadie, el padre Joe conoce las alegrías y las dificultades de un atleta, su deseo de ganar y su decepción al perder. "Puedo decirles que hace treinta años yo estaba en su pellejo, luchando por la medalla de oro. Fui capitán del equipo durante varios años, o incluso el atleta estadounidense del año", dice. "Pero al final todo eso desaparece. Hay algo más grande, y es conocer a Jesucristo. Y una vez que lo conoces, no quieres dejarlo", sonríe el Padre Joe. Él mismo ha tenido que aprender a ponerse en primer lugar, a servir antes que ser servido.
Difícil para un atleta olímpico que saborea la euforia de la admiración de las multitudes y lleva una búsqueda permanente del rendimiento. "He tenido que aprender a morir a mí mismo, y eso es difícil porque en el deporte a veces intentas 'matar' a la persona que tienes delante. Quieres ganar, dominar a tu adversario", explica.
"Pero en la fe eso no funciona, el Rey nos permite hacerle morir en una cruz. Pasé de ser un competidor a ser un receptor del amor de Dios, y eso cambió mi vida"
¿Su modelo a seguir? Nos enseña una foto en su teléfono: una ilustración de Cristo lavando los pies a sus discípulos. "Eso es lo que quiero hacer. Tengo que dejar que Jesús me lave para poder lavar los pies a los demás". Con la cuarentena de sacerdotes puestos a disposición de los Juegos, el padre Joe se hace disponible en todas partes, con una consigna, la adaptación: "Podemos recibir a los atletas en Misa o ir a la Villa Olímpica, o al hotel, etc", explica.
"Ajustamos la situación, hay un programa, pero si hay una oportunidad, nos adaptamos". Un verdadero ritmo olímpico, en el que los sacerdotes se turnan de 7 de la mañana a 11 de la noche, todos los días, mientras duren los Juegos.
Lo que quiere transmitir a los atletas que encontrará durante los Juegos es el mensaje de amor de Cristo, que no cambia en función del rendimiento. "Esforzarse por ser el mejor no es algo malo en sí mismo, pero eso no es lo que somos. No se trata de ser el primero o de ganar la medalla de oro", insiste.
"Quiero ayudar a la gente a escuchar este poderoso mensaje de que su identidad es ser un hijo amado de Dios, no la medalla o la falta de ella que cuelga de su cuello".